a conmemoración del centenario de la Constitución Mexicana nos obliga a profundizar sus raíces, contenidos y mutaciones, más allá de los ramplones comentarios que la clase política esgrimió en Querétaro el pasado 5 de febrero. En primer lugar, la Constitución pretendió construir un pacto social normativo, después de un largo periodo de conflagración militar y reyertas entre grupos revolucionarios. Buscaba por un lado construir nuevos consensos y, por otro, corresponder a las históricas demandas de justicia social de campesinos, obreros y una masa amplia de marginados que habían sido ultrajados durante el dilatado gobierno de Porfirio Díaz. La Constitución de 1917 es una apuesta moderna y liberal, tendiente a fortalecer un gobierno estable sustentado en una presidencia fuerte. José Ramón Cossío Díaz, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, expone que la Constitución tiene dos funciones, la primera regulatoria de la vida social y la segunda es una función aspiracional, e indica que empezó muy liberal, pero ha venido cambiado en un sentido no sólo liberal, sino democrático con sentido social. Tenemos una Constitución que ha tenido un proceso de transformación y ha avanzado próxima a las grandes teorías del constitucionalismo
. Si bien la Constitución abrazó causas sociales y reconoció derechos y reivindicaciones sociales populares, tuvo rasgos autoritarios y restrictivos, especialmente en materia religiosa.
Los constituyentes desarrollaron normas modernas en el reconocimiento de las libertades de los ciudadanos, pero reductivas en el plano de las libertades religiosas. Por ejemplo, el artículo tercero sobre educación sostenía que la enseñanza es libre, pero será laica, y especifica: ninguna corporación religiosa, ni ministro de algún culto, podrá establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria. El artículo se contradice: por un lado enarbola que la educación es abierta, pero en seguida la acota en lo religioso. Lo mismo pasa con el artículo 130, que afirma que la ley no reconoce personalidad alguna a las agrupaciones religiosas denominadas iglesias. Sólo los mexicanos podrán ejercer un ministerio religioso. Los ministros de culto nunca podrán, en reunión pública o privada, ni en actos de culto o de propaganda religiosa, hacer críticas a las leyes fundamentales del país, de las autoridades en particular o en general del gobierno; no tendrán voto activo ni pasivo, ni derecho para asociarse con fines políticos
.
Ni qué decir de las ataduras en los medios de comunicación religiosos impresos. También llama la atención el artículo 27, que expresamente señala que los templos destinados al culto público son propiedad de la nación, representada por el gobierno federal. Así como los ministros de culto, así lo decreta, no podrán poseer bienes, tampoco administrarlos ni heredarlos. Pareciera que el carrancismo, corriente a la que pertenecían la mayoría de los constituyentes, se ensañó con la Iglesia católica. Los masones, otra corriente paralela y presente en la asamblea, también fueron particularmente severos. Surge la pregunta: ¿por qué los constituyentes fueron tan beligerantes y antagonistas con la Iglesia católica, al grado de desaparecer todo rastro de existencia jurídica? La respuesta es histórica. La Iglesia, tanto su estructura como su pensamiento político, representaba una amenaza a la construcción de una nueva hegemonía emanada de la Revolución. La clase política de entonces, pese a sus diferencias, percibía con inquietud el comportamiento político y social católico. En el segundo decenio del siglo XX aún estaba fresca la Guerra de Reforma y la guerra de invasión francesa, ambas respaldadas y tuteladas por la jerarquía católica. Y a corto plazo, pesaba más el apoyo de un sector del clero al golpe de Victoriano Huerta que las simpatías del Partido Católico con las causas de Francisco Madero. La Constitución de 1917 fue objeto de recriminaciones de varios papas que desde Roma la rechazaron. La Constitución fue el epicentro de nuevas hostilidades violentas: la guerra cristera 1926-1929. El poderoso catolicismo social mexicano inspirado por la encíclica Rerum novarum (1891) fue la base social de un nuevo y sangriento enfrentamiento militar, especialmente en el territorio del Bajío mexicano. El catolicismo social que se incuba bajo la Pax porfiriana ha sido poco y atropelladamente estudiado por nuestra historiografía.
Si el Estado se había subordinado a la Iglesia en la era colonial, por el contrario, durante la Independencia la búsqueda liberal de una moderna república buscaba construir un régimen de separación entre la Iglesia y el Estado. Después, en el México revolucionario se buscaba subordinar a la Iglesia mediante un marco jurídico autoritario, que sujetara la acción de las bases de la Iglesia al Estado. Los constituyentes sabían de la potencialidad católica, pero de haber sabido el sangriento desenlace probablemente habrían matizado muchos preceptos anticlericales. En los acuerdos y el modus vivendi entre gobiernos y jerarquía católica a partir de los años 30 reina el pragmatismo político que puede resumirse en esta fórmula de la jerga jurídica: “Se prohíbe de iure, pero se tolera de facto”. Se opera un largo periodo de simulaciones políticas, hipocresías institucionales o, como lo calificó la politóloga Soledad Loaeza: complicidad equívoca
. Hubo décadas de disimulo y fingimiento, la Constitución fue letra muerta en medio de componendas entre la jerarquía y los gobiernos federales. Fruto de conveniencias y acuerdos cupulares, en 1992 se devolvió personalidad jurídica a las iglesias y en 2013 se reconoce la libertad religiosa avalada por el Estado, así como, y en contraparte, el artículo 40 explicita la laicidad del Estado. A 100 años constatamos notables diferencias. En 1917 la clase política era liberal y anticlerical, que contrastaba con una población 99 por ciento católica en su mayoría analfabeta. En la actualidad, la pluralidad religiosa rebasa 20 por ciento y las minorías son muy activas, demandan aplicar la protección y equidad del Estado frente a los agravios de la Iglesia católica. A diferencia de antes, la población tiene mayor escolaridad frente a una clase política inculta, que carece de memoria en términos de filosofía de la historia. Lo peor: se ha venido reconfesionalizando. Hoy por hoy –perdone mi insistencia– el pragmatismo de la clase política constituye una sólida amenaza a la laicidad del Estado.