l parlamento de Israel aprobó ayer por ligera mayoría una iniciativa que da sustento legal a decenas de asentamientos judíos construidos en la Cisjordania ocupada. La aprobación ocurrió después de que el primer ministro, Benjamín Netanyahu, informó a los legisladores que había puesto en antecedentes del asunto al gobierno estadunidense, lo que equivalía a contar con la tácita aprobación de Washington a esa ley.
El episodio ilustra hasta qué punto la llegada del magnate republicano a la Casa Blanca ha fortalecido a los sectores más intransigentes y agresivos del régimen de Tel Aviv y ha ahondado, en consecuencia, la tragedia del pueblo palestino, sometido desde hace casi siete décadas a un despojo sistemático de territorio y a la negación, manu militari, de su derecho a la autodeterminación.
En contraste con Barack Obama, quien cuando menos intentó guardar las formas ante el añejo conflicto palestino-israelí, y quien en el último tramo de su segundo mandato operó un inequívoco distanciamiento de Netanyahu, Donald Trump ofreció desde su campaña electoral un respaldo ilimitado al gobernante israelí, ofreció trasladar la embajada estadunidense de Tel Aviv a Jerusalén –cuya condición de capital de Israel es desconocida por casi todos los países del mundo– e incluso se manifestó en contra de la solución de los dos estados, fórmula a la que la inmensa mayoría de la comunidad internacional ha ofrecido su respaldo y que parece la única viable para conciliar el reclamo de seguridad de las autoridades de Tel Aviv con el legítimo derecho de los palestinos a una patria propia.
Con gobiernos demócratas o republicanos, Washington ha carecido de la voluntad necesaria para hacer valer su influencia internacional a fin de impulsar una salida a la injusticia histórica que padecen los palestinos y que se traduce, a fin de cuentas, en una permanente inseguridad –así se trate más de una percepción que de un peligro real– para los israelíes. En cambio, la superpotencia es capaz, por sí misma, de vetar cualquier solución al conflicto, como queda de manifiesto ahora, cuando la nueva administración estadunidense no ofrece más alternativa a los palestinos que ver desaparecer lo que les queda de territorio y extinguirse como nación.
Desde luego, semejante estado de cosas no puede durar mucho tiempo ni traducirse en escenarios positivos para ninguna de las partes. Si la comunidad internacional, con Estados Unidos incluido, no perfila una fórmula mínimamente justa y apegada al derecho internacional –empezando por las incumplidas resoluciones 242 y 338 de la Organización de Naciones Unidas–, el escenario en Israel y en los territorios palestinos ocupados se degradará y volverá a un ciclo de violencia de consecuencias impredecibles.
El impacto del programa de Trump en el viejo conflicto de Medio Oriente es de los menos comentados, pero de los más peligrosos para la estabilidad internacional, para los palestinos y para el propio Estado de Israel. Es necesario que la opinión pública de Estados Unidos presione a la Casa Blanca para que modifique una postura tan irresponsable como la referida.