o que quiero contar aquí sucedió en una librería hace años, pero el accidente, por mínimo que hubiera sido, para mí habría de tener consecuencias tan graves y permanentes, que me sigue perturbando.
El gerente de ventas de una librería de la Ciudad de México nos invitó a tres escritores mexicanos a sostener una plática informal con los empleados. Según esto, después de presentarnos a nosotros mismos y, de la mejor manera que pudiéramos, identificarnos como autores si acaso conocidos en especial por tal libro o por tal anécdota o por tal calificación de la crítica o de los medios de comunicación masiva, debíamos exponerles nuestro parecer acerca de los problemas que, según nosotros, dificultaban la venta de nuestros libros. No sé quién fue el más ingenuo, si el que ideó la reunión y el tema, o los invitados, que creímos que nuestro punto de vista ayudaría sin duda a enmendar la situación, misma que era y siempre ha sido más bien tímida, por decirlo de una manera no deshonrosa. Lo cierto es que llegamos puntualmente ahí a las 10 de la mañana, con energía y entusiasmo –repito que esto tuvo lugar hace años, no sólo cuando los tres éramos jóvenes, sino cuando todavía teníamos ilusiones, por lo menos la escritora de los tres, que de entonces para acá ha dejado de tenerlas– y en la mejor disposición. La mesa rectangular ante la que nos sentamos, sobre una tarima, de frente a un auditorio de una treintena de vendedores de distintas sucursales del país, vistosamente uniformados con una camiseta azul en cuya parte frontal y estampado en letra lila a lo largo, se leía el nombre de la librería anfitriona, estaba cubierta con un mantel de fieltro verde que protegía nuestras piernas de la vista de los asistentes.
Mis compañeros, sentados uno a mi izquierda y el otro a mi derecha, yo orgullosa en medio de dos estrellas, desde entonces eran de por sí hábiles y enterados expositores, de modo que cada uno declaró con firmeza lo que consideró impedidor de que nuestros libros se vendieran. Así, en primer lugar se refirieron al precio del libro frente al analfabetismo, el hambre y la consecuente ignorancia de la mayor parte de la sociedad. Después, hicieron referencia de nuevo a la ignorancia, pero de otra parte de la sociedad que, aunque ésta sí alfabetizada, instruida y bien alimentada, prefiere otro tipo de entretenimiento que, si no descarta del todo la literatura, se trata de un tipo diferente de literatura el que prefiere, ciertamente no de la que solemos escribir nosotros, que no se animaron a calificar.
Mis colegas, aunque ahora algo inquietos sobre sus sillas, además compartieron con los vendedores, y con la debida malicia esperable de ellos, la información de que, por lo que a ellos hacía, y sin creer que la promoción también correspondiera hacerla al autor, habían hecho de todo para apoyar la venta de sus libros, desde dar entrevistas y conseguirlas, hasta recurrir a tópicos populares en sus escritos y echar mano de los temas más sofisticados del momento, lo que lograban no sólo con conocimiento, sino con gracia. Inventiva para dar con lo que la gente esperaba oír o ver o leer, no les faltó ni les faltaba. Si bien sólo por un instante finalmente cabizbajos, admitieron que, por lo que hace a la venta, algo de esto había dado resultado, al menos comparable con lo que sucede con otros libros, del tipo que atrae y dirigidos al lector adecuado.
Durante la plática, yo me iba encontrando cada vez más nerviosa. Estaba de acuerdo con las razones que mis colegas y compañeros habían expuesto en un principio para explicar la pobre venta de nuestros libros; pero para nada con cuanto ellos habían confiado que llevaban a cabo con tal de que sus libros alcanzaran la venta. Me sabía incapaz de secundarlos en esto último que revelaban, y sin nada que añadir semejante en calidad a las primeras razones que dieron.
En eso apareció una auxiliar con una charola con tres vasos de jugo naranja con hielo, que puso sobre la mesa, delante de cada uno de nosotros. Mis colegas aprovecharon el impasse para llevarse el vaso a los labios y beber el jugo con alivio. Pero, en vez de yo hacer otro tanto, no sé qué movimiento hice con la mano que volteó mi vaso y provocó que el jugo se derramara sobre los muslos de mi colega a la derecha, un desliz inexplicable, con mancilla y con mancha y, lo peor, sin perdón posible.