egún datos del Registro Público de Minería, entre septiembre de 2015 y julio de este año se emitieron 558 nuevos títulos a particulares para practicar actividades de extracción en una superficie equivalente a 1.1 millones de hectáreas. Tal incremento en el control del territorio por parte de las mineras, sin embargo, no se ha traducido en un crecimiento significativo en la generación de empleos formales en dicha industria –una de las más antiguas del mundo y del país–; tampoco implica, por consecuencia, una mejora de las condiciones de vida de la población. De hecho, de acuerdo con denuncias del Sindicato de Nacional de Mineros, 70 por ciento de los trabajadores del ramo están en la informalidad y carecen, por tanto, de prestaciones, seguridad social, aguinaldo, vacaciones y cualquier forma de protección.
A la precariedad laboral impuesta por las mineras en todo el país se suma el potencial nocivo de esa industria en términos sociales, y su correspondiente cauda de conflictos, como los que hoy se desarrollan en Salaverna Mazapil, Zacatecas, y el Bacanuchi, Sonora, entre pobladores de esas localidades y empresas.
Aparte del costo enorme en términos de injusticia social, crecimiento de la pobreza y pérdida de la paz pública, la imposición y consolidación del modelo económico neoliberal en nuestro país convirtieron algunos de los principales ramos de la economía nacional en auténticos polos de saqueo de los recursos monetarios o naturales de la nación, con el consecuente crecimiento del poder fáctico de las empresas foráneas que controlan esos ramos.
En el caso particular de la minería –una actividad controlada en su mayoría por corporaciones extranjeras y por un puñado de barones nacionales–, ese crecimiento de poder real se ha caracterizado por arrojar grandes ganancias a los principales accionistas de éstas, a costa de una profunda devastación económica y social.
Tales consideraciones desmienten uno de los principales argumentos con que los gobiernos de las tres décadas recientes han defendido las directrices económicas neoliberales: que la conversión del país en un destino atractivo para los capitales, sean nacionales o foráneos, derivaría en una importante captación de divisas que permitirían financiar el desarrollo. La realidad, en cambio, es que la razón principal de ese atractivo es que en nuestro país prevalecen regulaciones exageradamente flexibles y amplios márgenes de impunidad, condiciones ambas que permiten a las empresas extractivas violentar el estado de derecho sin el temor de ser sancionadas por ello.
La conclusión obligada e inevitable, a la luz de la bonanza económica que han alcanzado las empresas mineras en el país, de la precariedad e incertidumbre que origina entre trabajadores, campesinos, pueblos originarios y población en general, y del persistente saqueo de recursos que representa esa actividad, es que la agenda pública en México es determinada por los intereses privados y trasnacionales, no por la población. Tal es, en suma, la consecuencia lógica de un orden institucional que se reclama democrático, pero que en la realidad obedece a un puñado de potentados y poderes fácticos.