o es tarea sencilla establecer la fecha precisa en que el clima social empezó a descomponerse de manera alarmante en Veracruz. Es difícil, sin embargo, resistir la tentación de ubicar el infortunado suceso el primer día de diciembre de 2010, cuando el priísta Javier Duarte de Ochoa rindió protesta ante el Congreso de esa entidad como gobernador constitucional. Es cierto que por las épocas en que ascendió al poder, la ciudadanía se sentía justamente agraviada por distintos episodios de corrupción política que –apuntaban veracruzanos de distinto signo partidario– erosionaban peligrosamente el tejido social. Sin embargo, durante su gestión la secuencia –y la suma– de hechos que tuvieron lugar a partir del momento en que el ahora prófugo ex mandatario se hizo cargo de la gubernatura, alcanzó la magnitud que hoy tiene. Una espiral ascendente de violencia descontrolada; la manifiesta ineficacia, falta de interés o colusión de las autoridades con grupos del crimen organizado; la virtual inexistencia de garantías para cualquier persona que se mostrara crítica o demasiado interesada en investigar los aspectos más oscuros del aparato de gobierno; las evidentes irregularidades administrativas producidas en distintos campos de la vida estatal; y el grado y extensión de la corrupción que permeaba prácticamente todos los estamentos de la estructura duartista, fueron conjuntándose hasta crear la confusa situación que prevalece en el estado.
Los sucesos producidos ayer en distintos puntos de la entidad (particularmente en Catemaco y en Coatzacoalcos, donde alcanzaron especial intensidad) no hacen sino acentuar la inestabilidad que ya venía manifestándose en todo su territorio antes de la pública y oficial caída en desgracia de Duarte. Secuestros que se cometen prácticamente a la vista de los distintos cuerpos policiacos; una veintena de municipios tomados; manifestaciones de protesta cuyas razones están probadamente fundadas; un gobernador interino virtualmente impedido de aparecer públicamente sin riesgo de ser perseguido por disconformes, y un ambiente de crispamiento que afecta a toda la población tienen lugar mientras a escala federal presuntamente se investiga el cúmulo de irregularidades económico-financieras producidas a lo largo del calamitoso desgobierno de Javier Duarte. No tiene ante sí un panorama alentador el recientemente electo Miguel Ángel Yunes, quien dentro de unos días tendrá que asumir la gubernatura en un estado sumido en alarmante deterioro.
El conflicto entre los titulares de ayuntamientos que reclaman recursos que les adeuda el gobierno estatal, los cuales estaban etiquetados, y que según los quejosos la Secretaría de Finanzas local nunca les hizo llegar, al menos en su totalidad, posiblemente haya sido hasta ahora la pugna más visualizada por los medios, dado su carácter institucional (enfrenta a estamentos de una misma administración). No obstante, las activas protestas realizadas ayer, en respuesta al secuestro del sacerdote José Luis Sánchez Ruiz (religioso al parecer caracterizado por incluir en sus sermones el tema de la inseguridad en el estado, materia nada grata para las autoridades) también han atraído la atención pública y pueden aumentar de tono.
En pocas palabras, la crisis desencadenada en Veracruz, largamente construida con los abusos de funcionarios inescrupulosos y corruptos, con los cuales durante años el partido que los llevó al poder y las propias autoridades federales mostraron una reprobable complacencia, así como por la indolente pasividad e ineficiencia de un aparato de justicia remiso para cumplir con sus funciones, tiene una dimensiones que van más allá de esa entidad. Y ejemplifica, además, lo que ocurre cuando un gobierno remplaza el estado de derecho por el abuso y la antidemocracia, utiliza discrecionalmente sus recursos, hace de la opacidad su método de trabajo y pone el más mezquino interés privado por encima del interés público.