l 19 de septiembre de 1916, hace 100 años, Venustiano Carranza convocó a elecciones de diputados para el Congreso Constituyente que elaboraría la Constitución que nos rige, pese al gran número de reformas que ha sufrido. Para muchos de nosotros el 19 de septiembre es una fecha significativa. Ese día, hace 32 años, se fundó La Jornada y un año después el Distrito Federal se estremeció, con incontables derrumbes y muertes, por un temblor que cambió, en muchos sentidos, la vida y las expresiones solidarias en la ciudad. Con esos sismos, pues fue más de uno, los gobiernos federal y local fueron ampliamente rebasados por la sociedad, y en las jornadas de rescate de parientes, vecinos y desconocidos, se cobró conciencia de que la ciudad merecía una representación política más cercana a la gente y, desde luego, más eficiente en el cumplimiento de su deber. El PRI perdió muchos simpatizantes, más que en otras entidades federativas del centro del país.
Los sismos, el pésimo manejo de la economía y la sucesión presidencial todavía dirigida por De la Madrid (e impuesta por él y su partido) auspiciaron, sin que nadie se lo propusiera, el surgimiento de una oposición política y social que en muy poco tiempo se juntaron para consolidar la idea del nacimiento de un nuevo régimen político, que no pudo convertirse en realidad gracias a las trampas del poder institucional para evitar que Cuauhtémoc Cárdenas ocupara la silla presidencial. El natural maquiavélico de Salinas de Gortari, quien dedicó su sexenio a perseguir perredistas (entre otras maldades), logró afianzar el nuevo régimen que había comenzado sus balbuceos con López Portillo y, sobre todo, con De la Madrid: el régimen neoliberal y tecnocrático que todavía padecemos.
Bajo el neoliberalismo fueron cooptados los partidos de oposición. Primero el PAN por Salinas para facilitar sus reformas a los artículos constitucionales que beneficiarían al capital privado y a la Iglesia católica. Posteriormente, el PRD por Peña Nieto y su Pacto por México al inicio de su mandato. La cooptación reciente de estos partidos quizá se debió a la crisis que observaron en sus filas después de la elección de 2012 y porque algunos de sus dirigentes querían ser cooptados. Aunque después parecieron recapacitar, no lo hicieron de manera suficiente. Tan confundidos estaban (y tal vez todavía están), que tanto PAN como PRD, sobre todo este último, han intentado alianzas contra natura para combatir al restablecido PRI sin oponérsele realmente: sus cúpulas siguen cooperando con el gobierno pese a que éste ha perdido popularidad.
En este contexto, con un PRI ganador y dos partidos de oposición tibios y oportunistas, se propuso la reforma política del Distrito Federal, es decir, como un acuerdo cupular, en principio de las fracciones parlamentarias en ambas cámaras.
Si al inicio, con el texto constitucional de 1917, el Distrito Federal estaba encabezado por un gobernador designado por el presidente del país, más adelante se denominó jefe del Departamento del Distrito Federal al gobernante de ese territorio federal, que no estado. Los municipios del DF, como se recordará, fueron suprimidos en 1928 y convertidos en delegaciones políticas cuyos titulares ya no serían electos, como en los municipios, sino nombrados por el jefe del gobierno
de la capital.
El terremoto del 19 de septiembre de 1985, como bien dijo Mancera en su iniciativa de constitución política de la Ciudad de México, presentada hace unos días a la Asamblea Constituyente respectiva, fue el detonante de la movilización y organización de las y los capitalinos que, ante la defección de los poderes federales, tomaron a su cargo las tareas de salvamento y reconstrucción. Innumerables agravios soterrados inundaron los espacios públicos, y fue así como en 1988 se reconoció el triunfo electoral de la oposición en la Ciudad de México, convirtiéndose ésta en el epicentro de la transición democrática nacional.
En 1993 se realizó un plebiscito ciudadano demandando un gobierno propio, un poder legislativo correspondiente y la conversión del DF en estado de la Federación. En 1997 se concedió que hubiera un jefe de gobierno y una legislatura, pero no se aceptó que la capital se convirtiera en estado libre y soberano, como los del resto del país. La oposición, por lo que se ha visto, aceptó las concesiones del gobierno federal y el PRI, conformándose con un híbrido que no es territorio ni estado federal.
Cien años después de la convocatoria para el Congreso Constituyente de la actual Carta Magna, se ha conformado la Asamblea Constituyente (instalada el pasado 15 de septiembre) para dotar a la capital de la República de un texto constitucional y no más un Estatuto de Gobierno del Distrito Federal (que no tiene la misma relevancia jurídica y política).
Antes, el 29 de enero de este año, se publicaron en el Diario Oficial de la Federación las reformas constitucionales que darán pie al texto que regirá la vida política y social de la capital. Ahí ya se sustituyó el nombre Distrito Federal
por Ciudad de México
y, por lo visto, les faltó imaginación a sus autores, pues ni es ciudad ni es estado. De hecho, además del caso especial de Ciudad del Vaticano, que es un país llamado también Estado, no hay ningún otro caso en el mundo donde un potencial estado se siga llamando ciudad aunque los poderes federales llegasen a trasladarse a otro lugar. El artículo 44 de la Constitución federal decía que si esto ocurriera, el Distrito Federal se llamaría estado del Valle de México. El actual artículo dice que si los poderes federales se van a otro lugar, la Ciudad de México se convertirá en estado, sí, pero se llamará (¡sorpresa!) Ciudad de México. Es decir, un estado que se llamará ciudad, aunque parezca broma.