o es inusual que en Estados Unidos los candidatos republicanos a diversos cargos que promueven visiones obtusas y racistas sobre el papel que supuestamente ese país debe desempeñar en el mundo sean recibidas, en sus inicios, con cierto escepticismo y una buena dosis de sarcasmo. Sólo en una etapa posterior, cuando logran consolidarse, atraer a buena parte de los electores y convertir su ideario en una alarmante perspectiva, empiezan a ser tomados con la preocupada seriedad que ameritan. Tales fueron, por ejemplo, los casos de Ronald Reagan (un mediocre producto de la farádula hollywoodense que primero ganó la gubernatura de California y luego la presidencia de la nación); de Arnold Schwarzenegger (otro mal actor a quien no se le otorgaba ninguna posibilidad política hasta que consiguió, también, ser gobernador de ese mismo estado), y de la ultraconservadora Sarah Palin (blanco de ácidas bromas por su afición a consumir hamburguesas de alce y por declarar que hombres y dinosaurios caminaron sobre la Tierra al mismo tiempo
, quien terminó siendo electa gobernadora de Alaska).
Y tal es el caso, ahora, del ya seguro candidato a la presidencia por el Partido Republicano, Donald Trump, quien en las etapas iniciales de su vociferante campaña no pasaba de ser considerado un wasp (blanco, anglosajón y protestante) decadente y añorante de la época de la primera expansión imperialista estadunidense y de la política del gran garrote
, cuyos postulados ahora han logrado inquietar no sólo a observadores de su propio país, sino también a gobiernos, políticos y ciudadanos de otras naciones.
Prestigiados medios estadunidenses –incluidos The New York Times y The Washington Post– señalan ya con nerviosismo las inclinaciones filofascistas de Trump, quien parece empeñado en hacer realidad el añejo anhelo conservador de unos Estados Unidos groseramente cerrados en sí mismos; militantes de la intolerancia; auto-habilitados para potenciar la brutal práctica de la intervención militar allí donde sienta afectados sus intereses; y, naturalmente, enemigos declarados de los inmigrantes latinos en general y mexicanos en particular. Este último punto desazona a los economistas más lúcidos del sistema, no por razones meramente humanitarias, sino porque la expulsión masiva de indocumentados propuesta por el candidato republicano, además de afectar a gran parte del sector productivo del país, sería para éste muy oneroso: el American Action Forum, un centro de investigación político-económica de clara orientación derechista, estima que la medida obligaría al gobierno a un incómodo desembolso de entre 400 mil y 600 mil millones de dólares.
A escala interna –que es lo que cuenta en la mayoría de los comicios de todo el mundo– las intenciones de Trump tampoco convencen a todo el electorado: su proyectado recorte de gastos, su política fiscal que según los especialistas produciría un catastrófico déficit en las finanzas públicas, y los crecidos aranceles que prevé aplicar en la industria (que no sólo castigarían a quienes exportan a Estados Unidos sino también a los consumidores de ese país), son elementos económicos que le juegan en contra.
Sin embargo, el modelo de nación que propone, con todo y su carácter políticamente ensimismado, económicamente proteccionista y socialmente conflictivo, puede resultar atractivo para ciertos sectores de la sociedad estadunidense seducidos por el mitológico destino manifiesto
, que para América Latina es ciertamente un destino aciago.