ace una semana, el Fondo de Cultura Económica de Miguel Ángel de Quevedo anunció una venta de bodega. El éxito fue tal que las filas llegaban hasta el silencioso y empedrado callejón de San Ángelo, algo increíble cuando las estadísticas indican que en nuestro país una persona lee menos de cuatro libros al año. ¿Se darían cita los lectores los siete días que duró la venta? ¿Comprarían de una vez los cuatro libros del año? Parece mentira que en México se lea tan poco cuando se ven fenómenos parecidos; jóvenes y no tan jóvenes revolvían los estantes con la ansiedad de quien va a en busca de un tesoro: Encontré la poesía de Pellicer a 10 pesos
. Mira, las obras completas de Azuela por 50
. En la planta baja del Fondo de Cultura Económica reinó el entusiasmo y los cientos (si no, miles) de lectores se quedaron con la idea de que los libros están al alcance de todos. Hasta el muchacho que sólo llevaba 50 pesos salió con un buen par de títulos en impresión de primera calidad.
Medidas como éstas fomentan la lectura mejor que el eslogan que aconseja leer 20 minutos al día
. Esos siete días que duró la venta, durante los cuales no hubo uno solo en que no se atiborrara la planta baja de la librería, nos hicieron cavilar si de veras los mexicanos no leemos. ¿Qué leen los lectores de diferentes edades? ¿Se puede enseñar a padres que no leen a que lo hagan a través de sus hijos, a quienes sí se les creó el hábito de la lectura? ¿Son suficientes las ferias anuales o sería mejor que los descuentos y los festivales fueran más frecuentes?
Las opiniones de editores y escritores están divididas, unos dicen que en México no se lee porque el impulso demográfico de los años 50 y 60 hizo que la enseñanza se volviera un mero relleno de datos dentro de un cerebro ajeno al placer de la literatura. Otros creen que en México sí se lee, pero libros técnicos y folletería, pasquines y periódicos, y que falta acercarse a la llamada alta literatura
.
Son muchos aquellos que leen sólo para conseguir el diploma que colgarán en la sala con los trofeos de futbol o de karate. Muchos funcionarios compran libros con lomo de cuero y detrás guardan sus botellas de licor. Otros no recuerdan tres títulos seguidos y, sin embargo, llegan a presidentes de la República. Un ejemplar que vende en un año más de 10 mil ejemplares es un best seller sin que importe su calidad, en cambio son muchos los buenos libros que se quedan, porque nadie los compra.
Según datos de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, Finlandia encabeza la lista de países industrializados que más leen, con un promedio de 264 títulos por cada 100 mil habitantes. Este fenómeno responde a que la nación tiene una excelente red de bibliotecas públicas que cada año prestan a domicilio miles de volúmenes. Las autoridades atribuyen el alto consumo de libros a las interminables noches invernales.
Llámese Finlandia o México, lo cierto es que las frases ser un libro abierto
, “usar el mataburros”, dar vuelta la página
, tomarse todo a pie juntillas
o al pie de la letra
, comerse los libros
y otras, forman parte del lenguaje cotidiano. Los libros están presentes en nuestra vida y son tan importantes que cada 23 de abril celebramos el Día Internacional del Libro en honor a William Shakespeare y Miguel de Cervantes Saavedra, quienes murieron el 23 de abril de 1616.
Para algunos, un libro es un lujo, una obsesión, una devoción y hasta una religión, tal como vemos en los escritos de Jorge Luis Borges, quien le dedicó varias de sus páginas. Lector desde temprana edad, cuando supo que su miopía lo llevaría a la pérdida total de la vista, se apresuró a leer todo lo que vio en la biblioteca de su padre y no satisfecho continuó leyendo y escribiendo aun después de su ceguera: Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las que he leído
, declaró en los versos de Un lector, y en el Poema de los dones escribió: Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche
. Un discípulo suyo, Umberto Eco, lo inmortalizó en la figura de Jorge de Burgos, el celoso bibliotecario de la abadía en su extraordinaria novela El nombre de la rosa.
En El lector, del juez alemán Bernhard Schlink, el adolescente Michael Berg se enamora de una mujer que podría ser su madre a quien lee en voz alta después de hacer el amor y, sin darse cuenta, la rescata de un pasado atroz. En La ladrona de libros, del joven australiano Markus Zusak, la niña Liesel se salva a través de la lectura en un mundo dominado por la muerte: el de la Segunda Guerra Mundial.
Mantener viva la lectura está en nuestras manos, basta invitar a los más cercanos a dar la vuelta al mundo en una escoba como hizo Harry Potter, heredero de la magia, los talismanes, espejos, dragones, pócimas, aparecidos y fantasmas celtas como los de Leonora Carrington. La escritora Joanne Rowling rompió todos los records de ventas a lo largo de su saga y su pequeño mago despertó el hábito de la lectura en millones de niños del mundo entero.
El libro sigue siendo tan importante como lo fue en 1450 cuando Gutenberg imprimió por primera vez la Biblia. No lo ha sustituido el iPod, el smartphone, la tablet, el Facebook, el Twitter, el Kindle o los ebooks, como comprueban cada año las ferias de libros que reúnen a miles de lectores en torno a presentaciones, firmas y charlas con los autores, como acaba de demostrar el Fondo de Cultura Económica, cuando su planta baja se transformó en una alucinante Biblioteca de Babel que habría puesto de muy buen humor a don Daniel Cosío Villegas.