De algo que olvidamos
ómo llamas a una persona con rasgos indígenas en lo poco de semblante ennegrecido que tiene despejado, en medio de una masa de pelos negros de diversos largos, donde una mata espesa está levantada como en lomo de perro asustado?, ¿alguien que yace acostado sobre la espalda, al borde de una banqueta, en una avenida principal de la ciudad, envuelto en trapos negros que, o siempre le quedaron grandes o se ha ido empequeñeciendo de hambre, sed y enfermedad, con pies oscuros y unas manos hacia el cielo agarrotadas, con dedos demasiado cortos, o tal vez mutilados, los que, sin embargo, agarran la botella de agua que le acercas y la boca sonríe? Tal vez ni siquiera le llamarás persona. Porque a lo peor procede de un pueblo originario monolingüe y la ciudad, en el camino de buscar trabajo y alternativas para su familia lo convirtió en eso
, cuando tropezó con abusadores urbanos, con o sin uniforme, hasta que se convenció de ser el tipo más inútil de la tierra, sin servir siquiera para el narcomenudeo, ni para nada, porque ya olvidó cómo era trabajar la tierra, y si lo recordara ya no la tiene o su esterilidad al cabo de unos años de químicos lo expulsó hasta esa banqueta; y si su familia existiera no sabría dónde están sus parientes, migrantes forzados o muertos. No, no es Siria, es en la Ciudad de México, donde en cuestión de tolerancia a la miseria
(Godelier dixit) somos campeones mundiales, digo yo.
Nuestra ciudad era linda todavía hace 40 años, las calles limpias, porque los botes de basura públicos eran vaciados casi cotidianamente; no había grafitis en bardas y fachadas, porque la juventud urbana no era nini; un regente sobre nombrado señor fuentes y flores
aventuró un experimento y demostramos que sabíamos cuidar ambas y, si había algunas fuentes que se llenaron de monedas de deseos, no conocí a nadie que hubiera arrancado una flor de los setos públicos para ofrecerla. El comportamiento ciudadano era una respuesta a las acciones de la autoridad. Del mismo modo que hoy se manifiesta, cuando los particulares derriban árboles porque las autoridades del ramo los ahogan en cemento y les cortan la mitad del follaje para que pasen los cables de servicios, en vez de obligar a las empresas públicas y privadas a enterrar el cableado cada vez que se abren por alguna razón los arroyos. Y no digo que a la época no hubiera corrupción, pero había mayor escucha: los políticos tomaban en cuenta, aunque fuera por temor, a buena parte de la organización y participación ciudadanas.
Es verdad que la masa automotriz vino a perjudicar una vialidad que no estaba prevista para contenerla y encauzarla, pero ¿cómo culpar nuestra cotidiana asfixia por falta de espacio y aire, a la multiplicación del uso del automóvil cuando para ser alguien hay que estar dentro de un vehículo que entre más caro y ostentoso más se es? ¿O culpar a la sobrepoblación de la mancha urbana del Valle de México, que es obligada a llegar por falta de empleos en sus lugares de origen debido al fin perverso de abaratar la mano de obra para la industria de esta región?
Las redes muestran descontento en general contra las autoridades, pero es notable que pongan el dedo en la incapacidad, el nulo sentido común, la ignorancia y la ceguera al no inspirarse con modestia útil en soluciones que han sido eficaces en otros países. Si yo fuera parte de cualquier gobierno escucharía, y obligaría a escuchar a mi futuro equipo, para decidir quiénes serían aptos para gobernar con espíritu solidario y sentido común. Gente que previera que una orden como: ¡Ponga una araña
en cuanto un chofer se estacione!, tiene, como cualquier otra norma, sus excepciones, invitando al servidor público a ejercer su propio criterio. Pero los servidores, en toda la escala del poder, no deben tener criterio, ni sentido común, ni inteligencia humana. Sólo se les permiten las argucias que dejan ganancia y, eso si, la comparte con sus jefes. A causa de ello, hace poco, un gendarme fue moralmente linchado por transeúntes que lo vieron colocar la araña cuando el taxista estaba sacando de la cajuela la silla de ruedas de su pasajero discapacitado. ¿Cuál de los jefes y en qué nivel de la cadena de mando está quien debe explicar a sus subordinados lo que es el criterio personal? Desde luego no los legisladores, que votan reglamentos escritos en mala, incompleta o contradictoria redacción, para dictar normas aberrantes, como la de las máximas velocidades en la ciudad, sin a la vez exigir la coordinación cronométrica de los semáforos. ¿En qué otra aglomeración se han visto estos récords del absurdo? Pero no sólo hacen falta cursos de formación profesional y técnica para funcionarios desde la base hasta los topes, con enfoques éticos de la convivencia social.
También nos hacen falta ganas y valor a los ciudadanos para ver más allá de nuestro barrio e intereses, para no voltear la cara al pasar junto a la persona tirada en la banqueta y en cambio llamar a la autoridad correspondiente –¿existe en la Ciudad de México?– y exigir que vengan en su auxilio, para dar seguimiento a los proyectos que parece no nos conciernen: ¿Haces tus compras en un súper? No dejes de apoyar a los mercados. ¿Tienes un extra auto? Exige mejores unidades colectivas y no sólo más carriles. ¿Comes todos los días? Lucha por que el derecho a la alimentación se cumpla, cosa que está lejísimos de hacerse. No podemos reprochar la sordera y ceguera de las autoridades, si nosotros la practicamos respecto de nuestros conciudadanos. Se trata de practicar algo que olvidamos y es indispensable para vivir: el compromiso social, porque nadie vive sólo del pan nuestro de cada día.