l estudio dado a conocer por la Asociación Nacional de Alcaldes (Anac), según el cual en el reciente decenio han sido asesinados, en todo el país, 75 munícipes –electos, en funciones o con su gestión ya cumplida– debe inscribirse en el contexto general de violencia que, en distintos grados, azota a numerosos estados de la República Mexicana. En este contexto, y pese a su carácter tan doloroso como lamentable, el hecho parece no cobrar la trascendencia pública que debiera, porque en los últimos años la cifra de víctimas del crimen organizado ha alcanzado proporciones de escándalo.
Más allá de la condena que todo asesinato merece, éstos pueden ser interpretados como indicio de una estrategia de los grupos delictivos orientada a ganar espacios de poder en la estructura del Estado. El municipal es el orden de gobierno que, por el carácter de sus funciones, mayor contacto directo tiene con la población: los problemas y las gestiones administrativas domésticas, cotidianas y por lo tanto masivas, constituyen su jurisdicción natural, y es esa multitudinaria interacción ciudadano-Estado la que lo vuelve más fácilmente permeable a la infiltración delictiva. Es, por así decirlo, la puerta de entrada más accesible a los espacios donde se toman las decisiones políticas y económicas de un país.
Por ello es significativo que los titulares de las alcaldías se hayan convertido en blanco frecuente de las bandas delictivas, aun cuando en ocasiones los crímenes se cometan nominalmente en nombre de distintas facciones políticas. Cuando se habla genéricamente de incidencia (o lo que es peor, de participación) del crimen organizado en el aparato estatal, debe tomarse muy en cuenta que uno de los lugares donde esa incidencia comienza es el ámbito del municipio.
Si los datos del comentado estudio de Anac son examinados como un fenómeno aislado y específico, desligado de lo que parece ser un brutal diseño que apunta a controlar partes sustanciales del Estado, se estará facilitando la labor de zapa llevada a cabo por los grupos criminales.