o que llevamos de segunda década del siglo XXI poco o nada se le parece a la anterior. El consenso bolivariano está diluyéndose. Seguramente son muchas las razones para que esto ocurra. La muerte de Chávez, su gran creador, es una variable fundamental. También la de Kirchner, otro de los grandes valedores de esta propuesta integracional. Pero, además de estos desgraciados acontecimientos, también hay que tener en cuenta que la región no es la misma que hace años por otros muchos factores.
En clave electoral, han cambiado las cosas. No se ha perdido todo, pero tampoco se ha continuado con la racha de victorias del pasado. La derrota de Argentina a manos de Mauricio Macri supone un punto de inflexión en la correlación de fuerzas políticas en Sudamérica. En Venezuela la derrota del 6D, del año pasado, también tuvo consecuencias políticas. En Bolivia, el No a la repostulación de Evo Morales aún continúa en digestión. Todo ello ha supuesto que, junto con el cambio de fichas en Uruguay (Tabaré Vázquez por Pepe Mujica) y en el mismo Brasil (Rousseff por Lula), el continente latinoamericano tenga otro rostro y otros dilemas. A ello hay que sumar los cambios producidos en Paraguay y en Honduras a costa de sendos golpes de Estado que hicieron sustituir a otras dos piezas importantes (Lugo y Zelaya) en el tablero progresista regional.
Este mejunje de nombres, además, está notablemente aderezado de otra realidad social, con nuevas estructuras de clases, con nuevas subjetividades y, también, con un frente económico externo que asfixia. Cada quien baila a su propio son. El ensimismamiento nacional, justificadísimo en esta fase de preocupaciones internas, roba protagonismo a la visión supranacional, a lo regional. Y se nota cada vez que sucede un conflicto en un país. El resto mira hacia otro lado o, en el mejor de los casos, hace una declaración de condena sin ninguna acción concreta.
Pero lo realmente alarmante no es eso, sino más bien que haya organismos regionales que practiquen con complacencia el silencio administrativo
o una suerte de condena pasiva
. En Brasil se está produciendo un aberrante e injustificado golpe de Estado contra Rousseff y no pasa nada. Se está derrocando a Rousseff únicamente por una cuestión de irregularidad contable, llamada en Brasil pedaleo fiscal
. No es por corrupción, como mienten muchos medios. El error del gobierno de Rousseff es haber usado fondos de bancos públicos para cubrir programas de responsabilidad fiscal de 2014 (y parte de 2015). Un hecho, dicho sea de paso, que ha venido siendo practicado por todos los presidentes en Brasil en las últimas décadas. Incluso lo practican actualmente la mayoría de los gobernadores que también se suman al golpe. Se puede discutir si esto es correcto o no, pero lo que queda fuera de cualquier discusión es que esto pueda ser usado como excusa para destituir a la presidenta elegida democráticamente. Además, lo paradójico de esta maniobra es que son los mismos diputados que acumulan mil 131 acusaciones, hasta el momento, los que están llevando a cabo este proceso golpista. La institucionalidad corrupta en defensa del institucionalismo. Al menos extravagante para que la prensa internacional dominante ni lo mencione. Esa vía, la institucionalidad constituida en Brasil, es un callejón sin salida. Habrá que escuchar afuera, a la calle, al pueblo, a los que votaron por Rousseff para que fuera su mandataria.
Por su parte, es de esperar que de la Unión Europea, Estados Unidos y la Organización de Estados Americanos (OEA) no exista ningún pronunciamiento al respecto. Estamos habituados a su doble rasero en materia de relaciones internacionales. Sin embargo, lo sorprendente del caso es que la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) apenas hayan asomado la cabeza frente a este golpe de Estado, a cámara lenta, con buenas formas y en formato parlamentario. Queda lejos aquella época en la que la Unasur fue determinante para evitar golpes de Estado, tanto en Bolivia en el caso de la masacre de Pando en 2008 como en aquel intento golpista en Ecuador contra Correa en 2010. La Unasur sacó un comunicado en el momento de la votación del Congreso (hace unas semanas), en el cual decía que este hecho se convertía en un motivo de seria preocupación para la seguridad jurídica de Brasil y la región
. Únicamente, preocupación. No más. Por su parte, en la actualidad, el secretario general, Ernesto Samper, ha declarado que lo que pasa en Brasil debe ser calificado como un golpe de Estado pasivo
. Es un paso adelante, pero no suficiente en materia de diplomacia proactiva. La Unasur tiene la obligación democrática de actuar frente a este hecho: buscar mecanismos efectivos para impedir este golpe. Ha de convocar de manera urgente a los presidentes de la región para evitar que esto se produzca. No sólo es injusto en clave democrática para Brasil, sino crearía un precedente nefasto para la estabilidad democrática en América Latina.
La Celac no ha abierto la boca por ahora. Es muy dudoso que lo vaya a hacer, porque apenas ha venido pronunciándose en los momentos de alta tensión en la región. Lo único esperable sería que algún país, por su cuenta, se salte los protocolos y convoque a una reunión de urgencia. Lo que está sucediendo va más allá de un hecho puntual, que ya escuece muchísimo por sí solo. Se trata realmente de que estamos ante un estado avanzado de evaporación de lo que supuso el sentido común bolivariano de una época. Cada país hace la suya. Vuelve la fragmentación de las naciones. Si esto ocurriera no sólo se habrá perdido Brasil, sino que existirá un antes y un después. Volveríamos a la era de los satélites, todos girando en torno a los poderes económicos del sistema central. La geopolítica actual dejaría de ser la misma. Si prospera este tercer golpe de Estado parlamentario en América Latina, entonces sí podremos afirmar que el marco analítico común regional será muy limitado para entender lo que sucede en cada país. La pesadilla de Bolívar ha vuelto.
* Director Celag
Twitter: @alfreserramanci