os atentados perpetrados en la mañana del pasado martes en la capital belga han exhibido la incapacidad de las corporaciones europeas de seguridad en su lucha contra las organizaciones terroristas del extremismo islámico. Ayer el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, reveló que antes de los ataques había alertado a los gobiernos de Bélgica y de Holanda sobre uno de los participantes en los ataques, Brahim el Bakraoui, al cual describió como combatiente terrorista extranjero
. Sin embargo, afirmó, el gobierno de Bruselas puso en libertad al sospechoso –previamente deportado de Turquía– por falta de pruebas.
Es razonable suponer que los dichos del gobernante turco son un mensaje envenenado hacia las autoridades de Europa occidental y una sutil justificación de los tradicionales métodos de Ankara en contra de los opositores, poco respetuosos de los derechos humanos, pero a fin de cuentas refuerzan la idea de que los aparatos de seguridad de Europa están desbordados por la ofensiva del Estado Islámico (EI). Para confirmar esta impresión basta considerar que una semana antes de los atentados del martes la policía belga había celebrado con bombo y platillo la captura, en Bruselas, de Salah Abdeslam, uno de los participantes en la masacre perpetrada en París por combatientes del EI el 13 de noviembre del año pasado.
Resulta significativo, además, que los bombazos en el aeropuerto y una estación de metro en la capital belga hayan ocurrido después de meses en los que los variopintos adversarios del EI –desde Rusia hasta Estados Unidos– han realizado intensos ataques en contra de posiciones de esa organización en territorio sirio y han alardeado de un significativo debilitamiento de ese grupo terrorista. La semana pasada el presidente ruso, Vladimir Putin, anunció una reducción radical de la expedición militar de su país en Siria debido a que ésta había logrado, según dijo, la mayor parte de sus objetivos
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Acaso la expresión más contundente del despiste occidental la haya pronunciado el presidente estadunidense, Barack Obama, quien afirmó ayer en Buenos Aires que su gobierno y sus aliados continuarán persiguiendo al EI agresivamente hasta que salga de Siria e Irak
. La frase contrasta con el hecho de que los ataques de noviembre en París y de esta semana en Bruselas no fueron planeados en ninguno de esos países de Medio Oriente, sino en la propia capital belga, donde tienen su sede las principales instituciones de la Unión Europea (UE) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
Resulta revelador, asimismo, que una parte importante de los integrantes del EI son ciudadanos de la UE, Estados Unidos y Canadá, y que, por ende, resulta mucho más difícil para las autoridades de esos países establecer filtros migratorios y policiales sin incurrir en prácticas abiertamente discriminatorias en contra de comunidades enteras de inmigrantes y sin fortalecer las corrientes políticas y sociales xenófobas y racistas –de por sí al alza– que pretenden identificar al islam en general como responsable de acciones terroristas.
De los recientes ataques en Bruselas los gobernantes de Estados Unidos y Europa deberían extraer, en todo caso, dos conclusiones: por un lado, que las incursiones militares en Medio Oriente no sólo no han servido para frenar la actividad de los grupos más radicales del extremismo islámico, sino que la retroalimentan; por el otro, que la existencia de tales grupos es resultado histórico de la arrogancia colonial y neocolonial de Occidente en los países de Medio Oriente y Asia central. En tanto los gobiernos europeos y estadunidense no cobren conciencia de esos hechos, seguirán actuando a la deriva y colocando a sus respectivas poblaciones en situación de vulnerabilidad.