a renuncia de Esperanza Aguirre a la presidencia de la rama madrileña del Partido Popular (PP, aún en el gobierno español) marca una nueva sima en el proceso de descomposición de esa formación política, que sigue siendo la más votada del país y lleva años debatiéndose en las averiguaciones y los procesos penales contra decenas de ex funcionarios corruptos surgidos de sus filas.
La dimisión, anunciada el domingo pasado deja al dirigente máximo del PP y presidente del gobierno en funciones, Mariano Rajoy, en una posición insostenible de cara a cualquier empeño por conservar el segundo de esos cargos, y complicada incluso para mantenerse en el primero.
Es pertinente recordar que Aguirre forma parte de la anacrónica nobleza española y en su carrera política ha sido ministra de Educación, presidenta del Senado y, durante casi una década, titular de la Comunidad de Madrid. En esa medida, su involucramiento, así sea indirecto, en uno de los escándalos de corrupción, exhibe, en toda su crudeza, la pudrición que experimenta el poder político en España, cuya parte más visible es sin duda el conjunto de procesos por financiamientos ilícitos y desvíos tanto en gobiernos regionales como en el nacional.
Por añadidura, en su dimisión la política derechista sacó a relucir también el conflicto intestino en las filas del PP, al señalar que no es momento de personalismos, sino de sacrificios y cesiones
, espetó, en lo que fue una abierta exhortación al líder máximo del partido a que se haga a un lado.
Ciertamente, la crisis no se circunscribe al PP, sino abarca al conjunto de la institucionalidad española en sus diferentes instancias, y el desgaste no es sólo moral, sino también político.
Mientras proliferan los casos de corrupción –el más reciente, la detención, a fines del mes pasado, en Valencia, de 24 altos ex funcionarios del PP–, en el Congreso las negociaciones para formar una nueva mayoría no llegan a ningún lado.
El viejo mapa electoral bipartidista ha cedido su lugar a una polarizada pluralidad de minorías en la que ninguna fuerza política tiene la capacidad de formar las alianzas necesarias para gobernar. Rajoy lo intentó en vano y ahora al socialista Pedro Sánchez se le está agotando el tiempo para lograrlo. Ello hace pensar en la probabilidad creciente de que el impasse lleve a unas nuevas elecciones cuyo resultado podría ser una correlación de fuerzas muy similar a la actual. Y, a lo que puede verse, no hay en la clase política española capacidad ni cultura para generar estabilidad gubernamental a partir de un escenario legislativo a la italiana
, es decir, altamente fragmentado.
Descomposición y crisis de representatividad son, a su vez, expresiones del agotamiento institucional en que se encuentra sumido el régimen del Estado español posfranquista y que se manifiesta además en los conflictos entre el gobierno central y las causas independentistas de catalanes y vascos, en la pérdida de soberanía, en el agudo deterioro de derechos adquiridos y nivel de vida de la mayor parte de la sociedad y en el creciente –y justificado– desprestigio de la institución monárquica.
Tal parece que España, en suma, no podrá postergar mucho más tiempo una necesaria refundación constitucional y la formulación de un nuevo acuerdo social entre sus sectores, regiones y habitantes.