l menos 10 personas murieron y otras siete resultaron heridas en un nuevo ataque indiscriminado, ocurrido esta vez en el Instituto Superior Técnico de Umpqua, en Roseburg, Oregon. El atacante, un joven de 26 años que fue identificado como Chris Harper Mercer, murió en un intercambio de disparos con efectivos policiales, según reportaron las autoridades.
El episodio trágico sigue al pie de la letra un viejo guión que se repite con aterradora frecuencia en diversas localidades del país vecino: un individuo resentido y sin antecedentes penales importantes que decide asesinar a la mayor cantidad posible de personas, escoge un centro educativo o comercial, vacía una o varias armas de fuego contra los presentes y luego se suicida o cae abatido por agentes del orden.
Ante esta recurrencia, el presidente Barack Obama se preguntó si los estadunidenses se han vuelto insensibles
ante estas masacres, manifestó su exasperación ante la imposibilidad de convencer al Legislativo de que establezca medidas de regulación de la tenencia de armas de fuego y reconoció que no es posible hacer nada
para impedir que actos de barbarie de esta clase vuelvan a ocurrir en las próximas semanas o en los próximos meses.
Ciertamente, una legislación que permita al gobierno establecer un mínimo control sobre la venta de armas sería un paso en la dirección correcta, pero ello no impediría –como no lo impide en los países en los que se encuentran vigentes leyes de esta clase– que los artefactos mortíferos siguieran cayendo en manos de asesinos.
El problema parece ser más hondo y relacionarse con un Estado que como rasgo histórico ha hecho una exaltación de la violencia y de la muerte como métodos legítimos de acción. Para no ir más lejos, en estos días seis condenados a muerte esperan su turno para ser ejecutados en diversas cárceles estadunidenses en el curso de la semana próxima. Otro ejemplo de este extravío ético es el hecho de que Washington realiza ahora mismo bombardeos en la lejana Siria con el pretexto de salvaguardar la seguridad de sus ciudadanos, los cuales, a juzgar por los hechos, enfrentan una amenaza mucho más grave y concreta de índole interna: la de los desequilibrados que un buen día deciden poner fin a decenas de vidas, acuden armados hasta los dientes a un sitio concurrido o bien a su propio centro de estudios o de trabajo y hacen una masacre como la de ayer en Roseburg, Oregon.
No debiera pasarse por alto el hecho de que los gobiernos son ejemplo para sus respectivas sociedades y que el estadunidense ha enseñado desde siempre a su población que todo puede resolverse mediante la destrucción, la muerte y la violencia armada, por más que las agresiones de Washington contra otros países no hayan logrado más que complicar los problemas que buscaban solucionar, como ha ocurrido en Medio Oriente, en donde las devastadoras incursiones en Afganistán e Irak crearon el clima propicio para la expansión de la red terrorista Al Qaeda y, posteriormente, para el surgimiento del Estado Islámico.
Por desgracia, en tanto en Estados Unidos no tenga lugar una transformación profunda del poder público y de la ética política y social, masacres como la ocurrida ayer seguirán siendo inevitables.