yer, en el acto de presentación del informe sobre justicia cotidiana en México que elaboró el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), el presidente Enrique Peña Nieto reconoció que la mayoría de la población está excluida de la justicia en sus vertientes civil, laboral, mercantil y administrativa, en las que los procesos son excluyentes, lentos, complejos y costosos, lo que genera espacios de ilegalidad e impunidad, de corrupción y abuso
. Y agregó: La justicia cotidiana está hoy rezagada y, hay que reconocerlo, olvidada y, en muchos de los casos, rebasada
.
Si a lo anterior se agrega la desastrosa situación que impera en el ámbito penal, es preciso concluir que la procuración y la impartición de justicia en México enfrentan una situación de desastre que hace cuando menos cuestionable la existencia de un estado de derecho en el país y confluye en la crisis institucional generalizada por la que atravesamos.
La sinceridad presidencial es sin duda saludable en la medida en que, como expresó el propio Peña, el reconocimiento de los problemas es el primer paso para encontrar soluciones de fondo
. En efecto, en meses recientes numerosas voces han reprochado al gobierno federal su renuencia a asumir la dimensión y la gravedad de la problemática en que se encuentran los organismos del poder público y el país en general, y la alocución de ayer marca un perceptible y meritorio cambio de tono y una toma de distancia con respecto a la autocomplacencia que ha caracterizado al discurso oficial.
Cabe esperar que los propósitos de transformación manifestados por el titular del Ejecutivo federal vayan más allá de las palabras y se traduzcan en una voluntad política para emprender un cambio de rumbo que el país requiere con urgencia.
En este sentido, es pertinente señalar que el monumental déficit de justicia en todas sus vertientes tiene sus raíces en la corrupción y en la injusticia social y económica y, por ello, las acciones aisladas en los ámbitos de la procuración y la impartición difícilmente se traducirán en una mejoría perceptible si no van acompañadas de una moralización general de las instituciones públicas, por un lado, y, por el otro, de un replanteamiento de la política económica vigente.
Debe considerarse que los principios de equidad e imparcialidad resultan meras abstracciones cuando entre los litigantes que se enfrentan en los tribunales existe una desigualdad tan aplastante como la que separa a trabajadores de bajo escalafón y empleadores poderosos, a consumidores individuales y corporaciones trasnacionales, a comunidades indígenas y promotoras de megaproyectos, a usuarios de servicios financieros y grandes bancos, a ciudadanos atropellados en sus derechos e instituciones de seguridad pública. Si a lo anterior se agrega la descomposición existente en procuradurías y tribunales, resulta claro que la desproporción de los recursos que unos y otros pueden invertir en un juicio equivale a un juego con cartas marcadas.
Para superar el empantanamiento de la justicia en sus diversas vertientes resulta necesario, en suma, reformular el rumbo del país y emprender una transformación orientada al restablecimiento de condiciones mínimas de justicia social, democracia económica, transparencia, rendición de cuentas y respeto irrestricto a los derechos humanos.