El gran reto
a confrontación entre Rusia, por un lado, y Estados Unidos y los países de la Unión Europea, por otro, tiene todos los ingredientes de la guerra fría, periodo de tensión que marcó la competencia de dos sistemas sociopolíticos antagónicos desde 1946 hasta 1985, cuando las reformas de Mijail Gorbachov provocaron el efecto contrario: la caída del muro de Berlín, como primer golpe irreversible, y la disolución de la Unión Soviética, como puntilla.
Pero hablar ahora de una nueva edición de la guerra fría requiere precisar los términos y recordar lo obvio, que a veces parece olvidarse: es un enfrentamiento que se da entre países capitalistas, como lo son tanto Rusia como sus rivales.
Y en esto radica la diferencia con la guerra fría original por cuanto, hoy por hoy, el enfrentamiento no tiene su origen en dirimir qué ideología o modelo de desarrollo es mejor, sino obedece a la pugna por espacios de influencia, por intereses propios en detrimento de otros, por imponer voluntades a los vecinos y, a final de cuentas, por el liderazgo en el mundo.
Asistimos –a un año de la anexión de Crimea, que puso fin a la era de las alianzas estratégicas
de los sempiternos adversarios– a un intento deliberado por aislar a Rusia, lo cual se lleva a extremos grotescos, como boicotear la asistencia de jefes de Estado a los actos conmemorativos del 70 aniversario de la victoria sobre la Alemania nazi el mes de mayo.
Moscú planta cara a Washington por conservar el único argumento que en el mundo actual permite ser tratado de igual a igual, más allá de si se tiene o no la razón en cualquier controversia: el arsenal nuclear.
Al mismo tiempo, Rusia es consciente de que su economía es más débil que la de Estados Unidos –su gasto militar anual es 10 veces menor que el estadunidense–, y para mantener el equilibrio requiere modernizar su armamento nuclear de un modo asimétrico, con mayor efectividad a un menor costo.
A mediano plazo el armamento nuclear se vuelve obsoleto –por poner un ejemplo, ya ahora 80 por ciento de misiles estratégicos rusos duplican y hasta triplican el plazo de garantía operacional–, aparte de que surgen sistemas de defensa capaces de neutralizar los recursos ofensivos.
El Kremlin apuesta a que los precios del petróleo pronto volverán a ser como antes y podrá seguir derrochando dinero. Si ello no sucede, dentro de 15 o 20 años, su arsenal nuclear será insuficiente para contrarrestar el escudo antimisiles de Estados Unidos y la expansión hacia el este de la OTAN.
Rusia, en ese hipotético escenario, afrontaría dos opciones, nefastas por igual: la primera, capitular y aceptar el reparto gradual de sus riquezas naturales entre Estados Unidos, Europa y China, y, la segunda, desatar una guerra nuclear como intento desesperado en defensa de su soberanía.
El reto de Rusia –para no depender más del crudo, gas y otras materias primas– es sentar las bases para dar un paso cualitativo en materia de industria y nuevas tecnologías.