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Montevideano

“E

lla está rota y él descosido./ Con desconsuelo evitan espejos./ Pálidos, mudos, tristes y viejos./ Ella está rota y él descosido.// Ella, muñeca que ha envejecido./ Él, marioneta con catalejos./ Descoloridos, sordos y viejos./ Ella está rota y él descosido.// No los hamacan los musicantes/ de una cajita que era alhajero:/ pieza desierta, niño crecido.// Tarda la tarde en el minutero/ Y aunque quisieran verse como antes:/ Ella está rota y él descosido.”

El texto anterior, que algo tendrá de tono tanguero (Roberto López Belloso), pertenece a La mañana olvidada, del montevideano Horacio Cavallo, libro de la editora Melón, con alegría y gusto impulsada por el argentino Felipe Herrero.

Poeta, cuentista, novelista, Cavallo ha estado en México, y Punto de Partida en su número 153, ofreció un adelanto de un poemario anterior: Descendencias.

López Belloso: cuando se le habla a Alfredo Fressia de la rareza que implica que alguien menor de 40 años “escriba sonetos en pleno siglo XXI, el autor de Eclipse remonta la larga cuesta de la historia de la forma y retruca que lo raro en la poesía, tomando todo su desarrollo, no es la métrica sino el verso libre”.

Todo La mañana olvidada (el libro, breve, no en balde nutre la colección Dos líneas de poesía) son sonetos, algunos enumerativos: Mi mujer, la sirvienta, dos vecinas,/ la heladera, el portón, y los espejos./ El parral, el jarrón, los diarios viejos,/ el rosal, el malvón, las cinacinas.// Las latas de ananá, las de sardinas,/ los anteojos y los catalejos./ El balcón, el parqué, los azulejos,/ y un blíster olvidado de aspirinas. O –excepto el verso final– Marino, del que sólo citamos la entrada: Las manchas de petróleo, las sardinas,/ los huevos de tortuga, las barcazas,/ los náufragos que empujan las toninas,/ los ojos de los peces, las carcazas.

De pronto Borges, árbol de buena sombra, se hace patente (en Midas). De pronto infancia y adultez se reencuentran, se separan: “Buscando al niño en el que estuve hundido/ paso tardes enteras dando vueltas/ por los muros más altos de la casa. […] volviendo al hombre en el que estoy metido.”

Acaso lo más entrañable del pequeño volumen sean lo que denominaremos sonetos familiares: María Isabel, Zulma, Dodanim (éste en particular). Del primero, y con ello nos despedimos, la apertura: La madre de mi padre balbucea/ atada a la baranda de la cama./ Reclama sus zapatos, gruñe, llama/ al dios que alguna vez la volvió atea.