n abril cumple 100 años el genocidio armenio, infamia que todavía no se termina de asimilar en la conciencia de la República Turca. ¿Cómo pensar esta cuestión? ¿Cómo explicar su prolongada denegación y qué significa hoy?
Turquía hoy vive en la sombra de la melancolía que sobreviene cuando las minorías étnicas o religiosas se van, cuando abandonan sus casas y sus barrios quedan para ser ocupados por otros, mientras por todas partes se yerguen las banderas del vencedor. En la Turquía de hoy se palpan los resabios de la melancolía del etnocidio.
La melancolía del etnocidio. Es un tema de sobra conocido en el mundo hispánico: el poder de evocación que tuvo siempre Granada es ejemplo de ello, como lo es también la falta de judíos en las juderías de Toledo, o la sensación de muerte inevitable, anunciada largamente en la decadencia implacable del imperio español, ahogado siempre en la espuma de la autoalabanza, pleno de glorias subsidiadas por todas las garantías que ofrece el imperio absoluto de la mayoría. En tierra de ciegos el tuerto es rey, y después de la expulsión de los moros y los judíos, la visión de España se fue reduciendo fatalmente.
En América tampoco somos imunes a este sentimiento: ahí está, por ejemplo, la infinita melancolía de la ruina de las grandes civilizaciones indígenas y la tristeza de ver al americano reducido a una categoría degradada: a ser indio
. Alemania, por su parte, todavía no se recupera de lo que perdió con el Holocausto que desencadenó. No se recupera de la pérdida incalculable para sus universidades, sus artistas o escritores, por ejemplo. Pero tampoco de una pérdida más cotidiana, menos dramática, pero no menos importante, que es la de no conocer ya esa diferencia que antes se esfumaba y se recreaba a diario en aquello que se llamaba el ser judío.
En todos estos casos, la melancolía es siempre perturbadora, porque todo genocidio tiene alguna base popular, alguna alianza infame entre la política de Estado y los intereses de vecinos que quieren hacerse de las propiedades o trabajos de quienes ya no estarán. La melancolía del etnocidio es también un sentimiento de culpabilidad social difusa, difícil de asir, casi siempre reprimida, pero siempre al menos intuida: ¿acaso los criollos no se beneficiaban de las miserias de los indios? ¿Acaso las cátedras que dejaron los judíos en la Viena nazificada no fueron ocupadas por colegas arios?
Se me ocurren pocos lugares más profundamente multiculturales, plurirreligiosos y multiétnicos que la ciudad de Estambul, confluencia de tres continentes y punto clave de la civilización helénica. Ciudad también romana, capital de Bizancio y de la Iglesia oriental; a partir del siglo XV capital del imperio otomano, y finalmente, hoy, la metrópoli cosmopolita de Turquía por excelencia. La melancolía del etnocidio no puede sino sentirse poderosamente en una ciudad así.
Desde fines del siglo XIX se comenzó a desarrollar una tensión fuerte entre cosmopolitanismo y cierto etnonacionalismo turco en el imperio otomano. Cuando, en 1912, el imperio perdió sus provincias en los Balcanes, el gobierno se preocupó por la turquificación de la región de Anatolia, cosa que significaba agudizar la discriminación contra los armenios, grupo cristiano que habitaba principalmente en la parte oriental de la región. De hecho, los armenios tenían ya una historia arraigada de ser discriminados, un poco como los judíos en el imperio ruso: eran sujetos ocasionales de pogromos, y no tenían los mismos derechos que la población musulmana, etcétera. Debido a esa situación, los armenios tendían a ver en los rusos un pueblo amigo –finalmente los rusos pertenecían también a la Iglesia ortodoxa y eran vecinos que podían en un momento apoyarlos.
Esa simpatía resultó desastrosa cuando los otomanos entraron a la Primera Guerra Mundial de lado de las potencias del Eje: ahora la política de turquificación de Anatolia se apoyaría en la sospecha de que los armenios eran una quinta columna del imperio ruso, o sea del enemigo. Entonces se pasó de la discriminación y de la violencia difusa a una campaña de franco exterminio. La lucha por la continuidad de la integración política turca –que se celebra
este año en el centenario de la batalla de Galípoli, donde fueron derrotados los ejércitos aliados– pronto se convertiría en saña, la paranoia y el oportunismo contra al pueblo armenio.
La campaña de exterminio partió de Estambul mismo, donde apresaron a cerca de 250 intelectuales armenios para enviarlos a campos de concentración. Eventualmente se arrestó a arriba de 2 mil intelectuales, y la mayoría terminaron siendo asesinados. Esos arrestos en la capital fueron seguidos de una campaña de exterminio en la provincia. Se calcula que arriba de un millón de armenios fueron asesinados.
En abril se cumplen 100 años de los arrestos de los intelectuales armenios y del inicio de la campaña de exterminio. Se esperan manifestaciones en conmemoración, aunque el gobierno de Erdogan sigue en su política de relativización del hecho, insistiendo siempre en calificarlo de masacre
explicable por la lógica de la guerra, y no como un genocidio deliberado, que respondió al proyecto de homogeneizar a la nación turca
. Por eso el gobierno de Erdogan prepara un gran evento conmemorativo de la Batalla de Galípoli –que también cumple 100 años (no coincidentalmente)–, en que se conmemora el triunfo militar que garantizó la independencia de Turquía.
Pero pese a ese triunfalismo oficial, hoy Turquía resiente la melancolía del etnocidio más que nunca. Tras de la amarga historia de limpiezas étnicas y emigraciones forzadas que iniciaron con el genocidio armenio, hoy sigue el proceso de abandono de Turquía por cristianos y judíos, debido esta vez a la política islamita del régimen. Incluso dentro del Islam, los grupos minoritarios, como los alawitas, que son chiítas, se sienten discriminados debido a la identificación del sunismo con la supuesta cultura nacional turca.
El cosmopolitanismo de Estambul, y de Turquía toda, está amenazado, cosa que no deja de ser motivo para sentirse aunque sea un poquito melancólicos.