uego del triunfo electoral de una fuerza reconocidamente de izquierda, que conquistó el voto popular suficiente para dirigir el gobierno con un programa basado en privilegiar la recuperación de la capacidad adquisitiva de la mayoría de la población, las opiniones de los analistas políticos eran coincidentes en la pertinencia de la propuesta política de Syriza. Dos semanas después, ese respaldo generalizado empieza a desmembrarse. La razón de este cambio de opinión se ubica en el reconocimiento de las dificultades para negociar las propuestas griegas, que ahora se les denomina populistas. El asunto de fondo es la supuesta disyuntiva entre las posibilidades reales frente a proyectos que, aunque pudieran ser convenientes y necesarios, si se instrumentan pueden generar desequilibrios en variables económicas fundamentales.
El gobierno griego, a través de su recién electo jefe de gobierno y del ministro de Finanzas, ha visitado las principales capitales de la Europa del euro. Los resultados no han sido satisfactorios para la nueva administración helénica. El tema fundamental en el que hay discrepancia es justamente el de las prioridades. En los recientes cinco años el centro neurálgico de las determinaciones de política económica ha estado en el pago de la deuda pública. Generar las condiciones financieras para estar en condiciones de pagar la deuda ha obligado a la hacienda griega a generar un amplio superávit fiscal. En las condiciones críticas que padece la economía griega, la única posibilidad para que exista este superávit es la reducción drástica del gasto público junto con aumentos a los ingresos en los pocos rubros en los que es posible.
Lograr un superávit fiscal de 4.5 por ciento del PIB se consigue reduciendo el pago de sueldos y salarios de los empleados públicos, despidiendo a decenas de miles de ellos, reduciendo las pensiones de decenas de miles de jubilados. Otra medida es incrementar el precio de los bienes y servicios que entrega el gobierno a los consumidores griegos, como la energía eléctrica, así como la elevación del impuesto al valor agregado, que es claramente regresivo. Además, se exige eliminar la presencia estatal en la industria y los servicios, lo que significa privatizar empresas y servicios públicos. Estas medidas, en efecto, lograron generar el superávit comprometido, pero a un costo social extraordinario que ha sido repetidamente ennumerado.
Los promotores de estas medidas señalaron que la economía reaccionaría positivamente, incorporando incluso el concepto de austeridad expansiva. Los críticos advirtieron que se había demostrado que la tesis era falsa. El caso griego demostró de nueva cuenta que en momentos de crisis la austeridad profundiza la recesión y, en consecuencia, agrega impactos negativos para a las condiciones de vida de la población. La vida cotidiana en Grecia se convirtió en una verdadera tragedia griega. Precisamente por esto, tan pronto hubo una fuerza política que formuló como programa la necesidad de invertir las prioridades recuperando el fundamento básico de la política: atender las necesidades de la población, los electores griegos decidieron apoyarla.
La propuesta de Syriza no es descabellada. Propone mantener las cuentas fiscales controladas generando superávit, pero de una magnitud menor: pasar de 4.5 a 1.5 por ciento del PIB. Estos tres puntos se usarán para recontratar empleados públicos despedidos por el anterior gobierno, para recuperar los salarios al nivel que tenían en 2010. A demás, se detendrán las privatizaciones de puertos y otras empresas públicas. Obviamente esto significa que los pagos a los diversos acreedores tendrán que reducirse. No se trata de negar la deuda, sino de que los acreedores reconozcan la necesidad de que el gobierno griego pague primero la deuda de dignidad con sus ciudadanos y, cuando la economía crezca, pagar.
El gobierno alemán ha insistido en que las deudas tienen que pagarse. En respuesta, el nuevo gobierno griego le ha recordado que existe una vieja deuda de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial que los alemanes no le han pagado a Grecia. Así que si el principio es pagar, Alemania debiera honrar sus compromisos, como le exige al gobierno griego. Lo relevante, en realidad, es que los acreedores deben reconocer el derecho de los deudores a privilegiar las condiciones de vida de su pueblo. Aumentar salarios, recuperar puestos de trabajo eliminados por una necesidad impuesta por la troika no es populismo. Es responder al justificadísimo reclamo social.
Es cierto que las negociaciones serán complicadas, pero no puede dejar de reconocerse que el gobierno griego tiene razón y tiene el derecho de modificar los términos de pago con sus acreedores. Eso es enfrentar el dilema que le presenta la situación con un punto de vista firme asentado en la responsabilidad con su población. La propuesta griega es clara y debe ser apoyada. Si tuvieran que repetir la priorización impuesta por la troika todos habremos perdido una oportunidad extraordinaria para volver a colocar de pie lo que estaba de cabeza.