os papás de antes advertían siempre del peligro que representaban las malas compañías. Yo no tenía muy claro qué quería decir eso, que así dejado a la imaginación podía significar cualquier cosa, desde amigas que fumaban hasta amigos adolescentes que veían películas para adultos. El problema de las malas compañías era el mal ejemplo, la influencia nefasta que podían ejercer, las mañas que enseñaban; en un descuido podían arrastrarnos al abismo de su propia perversión. Todo sugiere que alguien olvidó advertir a los partidos de oposición que no debían acercarse demasiado a los priístas, si no querían volverse como ellos. Porque entre los reproches que podemos hacerles, uno muy principal es que ante la oportunidad de transformar el sistema político que nos legaron los Echeverría y los Martínez Domínguez de este mundo, sólo han contribuido a reproducirlo.
Mucho se dice que los partidos de oposición están en crisis, y lo están, porque han perdido credibilidad, porque se ha roto el encantamiento que trajo el surgimiento del pluralismo político, y ahora ya no son considerados agentes de la democracia, sino que los vemos como un mal necesario. Los partidos están en crisis por muchas razones, y los síntomas se han agudizado. Por ejemplo, tanto el PAN como el PRD lidian ahora con fracturas internas que se traducen en fragilidad. La existencia de corrientes distintas dentro de un mismo partido no es en sí misma motivo de preocupación, pero sí lo es que el origen de esos conflictos sea la pura y simple disputa por parcelas de poder. Creo que otra manifestación de la crisis de los partidos es que todos parecen iguales.
Uno puede preguntarse hasta dónde la inestabilidad interna de los partidos es consecuencia de que las oposiciones hayan llegado al poder, y de que una vez en esa posición se mimetizaron con el PRI, de manera que amplias franjas de panistas y de perredistas empezaron a comportarse como los priístas, probablemente convencidos de que así es como se ejerce el poder. A diario la prensa publica historias de dirigentes y funcionarios de origen partidista que disponen del poder como si fuera su propiedad privada, favorecen a sus amigos con los bienes públicos, generan redes clientelares, negocian la ley, anteponen su interés privado al interés público.
Ha sido tan potente la influencia de los hábitos y las costumbres priístas sobre los demás partidos que cada día es más difícil distinguirlos. Por eso la migración de un partido a otro de tanto diputado o senador golondrino es tan sencilla. Nada más cambian de lugar su curul, y creo que ni eso. Los diputados todos hablan igual, dicen lo mismo respecto a problemas como el crimen organizado, la violencia, la mediocridad del crecimiento económico; algunos critican las reformas estructurales, pero al final todos convergieron en una misma posición. Las coincidencias entre partidos distintos pueden ocurrir, pero yo esperaría que la defensa de un partido de izquierda de una determinada política fuera por lo menos distinta de la que haría un partido de derecha. En el terreno de los comportamientos y las costumbres, la uniformidad entre todos los partidos es notable y desesperanzadora. Hemos visto cómo al llegar al poder Acción Nacional se transformó, no sólo no erradicó los problemas que durante décadas fueron la materia de su crítica al partido oficial, y la sustancia de su antagonismo antipriísta, sino que abandonó no pocos de sus rasgos distintivos y de sus posiciones históricas, y adquirió muchos de los gestos, los vicios y los hábitos del PRI y, peor todavía, muchos de sus compromisos. Si no, cómo explicar el tratamiento privilegiado que los presidentes panistas le dispensaron a líderes sindicales de rancio abolengo priísta como Elba Esther Gordillo. ¿Será que creen que sólo un PRI, o algo muy parecido al PRI, puede gobernar a México? Al PRD le ocurrió algo similar, y en lugar de combatir todas aquellas malas mañas que siempre señaló y criticó, se las apropió y les extendió carta de naturalización.
¿Es posible que esas semejanzas expliquen la afirmación del presidente Peña Nieto de que la corrupción es un rasgo, una característica, una propiedad, un problema, un tema cultural? (¿Qué dijo el señor Presidente?) A lo mejor cree que es una presencia universal, y siempre a la mano, como el gusto por los esquites o la salsa picante. Lo que es cierto es que le extendió carta de naturalización. Si esto es así, entonces llegó la hora de salvar al Presidente de las malas compañías.