yer, al presentar el proyecto del nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, cuyo diseño corrió a cargo de los arquitectos Servando Romero y Norman Foster, el presidente Enrique Peña Nieto dijo que se trata de un proyecto de carácter transexenal, que atenderá, una vez concluido, a 120 millones de pasajeros, y que se desarrollará con pleno respeto a los derechos de los habitantes de las colonias y comunidades colindantes
. Por su parte, el titular de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, Gerardo Ruiz Esparza, dijo que el aeropuerto estará ubicado en una superficie de 4 mil 500 hectáreas, a su vez localizadas en una extensión de 12 mil 500 hectáreas de zona federal, por lo que no se harán expropiaciones de tierra.
Pese a las afirmaciones referidas, parece cuando menos aventurado pronosticar –como hizo ayer mismo el titular de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, Jorge Carlos Ramírez Marín– que el proyecto mencionado contará con el respaldo de las comunidades cercanas y que no constituirá un nuevo foco de conflicto social en la zona, como ocurrió hace una década a raíz del plan foxista de construir una terminal aérea en tierras ejidales sin tomar el sentir de los campesinos de San Salvador Atenco, a quienes se pretendía expropiarlas, a cambio de una suma ínfima. Ayer mismo, durante un recorrido con los medios de comunicación por el lugar donde se pretende construir el nuevo aeropuerto, el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra reiteró su intención de movilizarse en contra del proyecto y afirmó que la franja –correspondiente a los ejidos de Ixtapa, Nexquipayac e Itocuila– fue adquirida en meses recientes por el gobierno federal con engaños y presión a los campesinos
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El evidente choque de declaraciones entre funcionarios federales y los dirigentes de la organización que echó abajo el proyecto aeroportuario del foxismo prefigura el grado de conflictividad a que podría llegar el plan gubernamental de edificar una nueva terminal aérea en la zona metropolitana. Por lo demás, esa conflictividad se ve acicateada por un precedente adicional: el escenario de represión policial que tuvo lugar en San Salvador Atenco y Texcoco en mayo de 2006, cuando el actual mandatario federal ocupaba la gubernatura del estado de México. Dicho episodio representa, al día de hoy, una herida abierta a consecuencia de la falta de justicia para las víctimas y la impunidad para los responsables de los excesos cometidos en contra de la población.
La circunstancia descrita hace suponer que, a pesar de la pertinencia e incluso la necesidad de una obra como la presentada ayer por Peña Nieto, el primer paso, antes de dar a conocer el diseño correspondiente, habría debido ser un proceso de consulta y de negociación exhaustiva y transparente con las comunidades aledañas a la zona en que se pretende construir el nuevo aeropuerto, que incluyera el esclarecimiento de los puntos oscuros de ese proyecto –entre los que se encuentran las denuncias de presiones y asambleas ejidales amañadas en la región, documentadas desde hace meses en estas páginas– y que permitiera las condiciones políticas y sociales mínimas para llevar a cabo una obra de esa magnitud.
Si es verdad que la construcción de un nuevo aeropuerto internacional metropolitano reviste la importancia y el alcance que sostiene el discurso oficial, no hay razón para que dicho proyecto quede expuesto a la conflictividad política y social a consecuencia de presumibles conductas turbias o ilícitas. Cabe esperar que la actual administración actúe, en este ámbito, con la sensibilidad política y la inteligencia que le faltaron a sus antecesoras.