egún testimonios de cuatro rehenes estadunidenses que permanecieron secuestrados en Siria por el Estado Islámico (EI), esta organización fundamentalista utiliza contra sus cautivos las mismas técnicas de tortura empleadas recientemente por el gobierno de Estados Unidos con los sospechosos de terrorismo a los que capturó en distintos países. Las declaraciones fueron publicadas por The Washington Post en su edición de ayer y refieren técnicas de interrogatorio como el ahogamiento simulado, que consiste en echar agua en la nariz y la boca del prisionero hasta provocarle una sensación de asfixia.
El dato, por sí mismo, no permite saber la forma en la que los integrantes del EI obtuvieron esa siniestra metodología. Pudo ser mediante narraciones de algunas de las víctimas sobrevivientes de los centros de tortura instalados por Washington en la década pasada en diversos continentes, o bien de una forma mucho más directa: en asesorías que pudieron formar parte del apoyo militar otorgado por la superpotencia a los grupos rebeldes (entre ellos, el propio EI) que combaten con las armas al régimen sirio. Como quiera que haya sido, la revelación es indicativa de la influencia voluntaria o involuntaria de Estados Unidos en la vulneración de derechos humanos en el mundo. No es un secreto que diversas dependencias del gobierno estadunidense, particularmente el Departamento de Defensa y la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), han desarrollado técnicas regulares y sistematizadas de tormento y las han plasmado en documentos como los siete manuales del Pentágono desclasificados en 1996 y otros dos de la CIA, divulgados al año siguiente, que fueron redactados entre 1987 y 1991 para capacitar
a estudiantes de la Escuela de las Américas en técnicas de tormento posteriormente aplicadas por militares y paramilitares de Colombia, Ecuador, El Salvador, Guatemala y Perú. Hay pruebas documentales, sin embargo, de que la superpotencia dio adiestramiento a fuerzas represivas de este hemisferio en modalidades de ejecución, extorsión, tortura y electrocución.
Por lo demás, el auxilio inicial de Washington a los integrismos armados de nueva generación que se gestaron en Siria tiene como antecedente el respaldo estadunidense a las facciones fundamentalistas que combatieron en Afganistán contra los invasores soviéticos, de las cuales habría de conformarse, años más tarde, la organización Al Qaeda, responsable de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington. Antes, el ejecutado Saddam Hussein, quien en 1980 inició una agresión armada en gran escala contra Irán, había sido financiado, asesorado y armado por el gobierno de Ronald Reagan, en un intento por eliminar con mano ajena a la entonces naciente República Islámica.
Esos hechos constituyen una muestra clara de las incoherencias que caracterizan a la política estadunidense, y occidental en general, en los conflictos que se desarrollan en Medio Oriente, Asia Central y el mundo islámico: una política extremadamente pragmática, fluctuante e inescrupulosa en la que los villanos de hoy son los aliados de mañana y a la inversa. Al contrario de lo que ocurre con el Estado Islámico, hoy Washington y diversos gobiernos europeos otorgan un decidido respaldo al Kurdistán autónomo iraquí, pese a que diversas facciones armadas kurdas que dan sustento a ese gobierno regional se encuentran –o se encontraban, hasta hace muy poco tiempo– en los catálogos de organizaciones terroristas
elaborados por Estados Unidos y sus aliados del viejo continente.
No es de extrañar que, después de décadas de intervencionismo delictivo, inmoral y oportunista, y pese a los incontables recursos invertidos en ese empeño, la posición de Estados Unidos en Medio Oriente, Asia Central y el Golfo Pérsico, lejos de consolidarse, se encuentre cada día más débil y precaria.