la revelación de que los servicios secretos alemanes interceptaron al menos una conversación de la ex secretaria de Estado estadunidense Hillary Clinton, le siguió ayer una nueva información según la cual el espionaje se extendió al sucesor de Clinton en el cargo, John Kerry, y confirmó que el gobierno de Turquía –aliado de Alemania en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)– ha sido sometido también al escrutinio regular de los espías de Berlín.
Estos hechos, dados a conocer por el periódico Süddeutsche Zeitung, por las cadenas radiotelevisivas regionales NDR y WDR y por la revista Der Spiegel, constituyen el otro lado de la moneda de las revelaciones formuladas en meses pasados por Edward Snowden sobre la vigilancia subrepticia de que fueron objeto las comunicaciones de diversos funcionarios alemanes, entre ellas las de la canciller Angela Merkel, por la estadunidense Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés), dato que suscitó destemplados comentarios contra Washington por las autoridades germanas.
Por lo demás, lo difundido este fin de semana por medios informativos alemanes hace pensar que los episodios referidos –en los que el espionaje a Clinton y a Kerry habría sido accidental
– constituyen la punta del iceberg de una práctica vieja y habitual entre las potencias. Lo que llama la atención, sin embargo, es el hecho de que tales prácticas persistan, en la época actual, entre gobiernos que se presentan ante el mundo como estrechos aliados militares y estratégicos y socios económicos y tecnológicos.
Con todo y lo condenable que resultan las prácticas de espionaje, no es difícil entender las motivaciones de las efectuadas por la NSA sobre gobiernos como el brasileño, el ruso o el chino, cuyos países representan, cada cual a su manera, desafíos comerciales y estratégicos para la menguante hegemonía estadunidense en el planeta y pugnan, en el contexto de la alianza BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica), por establecer un orden planetario multipolar en sustitución del que se definió tras el colapso del bloque oriental, en 1991, y que ha girado en buena medida en torno a las orientaciones procedentes de Washington. Pero que esta actividad intrínsecamente desleal se realice entre estados que supuestamente comparten visiones del mundo, intereses y orientaciones, deja al descubierto la fragilidad de la alianza occidental en razón de las desconfianzas que la corroen y explica su creciente parálisis y su cada vez mayor incapacidad para enfrentar situaciones en las que hasta hace una o dos décadas solía actuar como un solo bloque.
En otro sentido, si ese es el grado de vigilancia subrepticia que llevan a cabo entre ellos los países más desarrollados y con mayor capacidad tecnológica y económica, no se requiere de mucha suspicacia para imaginar el férreo espionaje que ejercen sobre naciones menos avanzadas, como la nuestra, ni el inmenso poderío suplementario que les otorga la información obtenida por esos medios ilegítimos. Ello, a su vez, hace pensar que las soberanías nacionales deben ser repensadas y recuperadas, y que para ello se requiere, entre otros factores, de un crecimiento científico y tecnológico autónomo.