xiste una clase de escritores cuyos afanes se resumen en uno: alcanzar la prosa perfecta, el poema de métrica impecable. Esmerilan sus palabras, agotan diccionarios de sinónimos, eliminan los qué
en forma deliberada para darle autoridad a sus textos, versos, ficciones y construyen estructuras de intachables formas literarias.
No se cansan de repetir ante el menor pretexto que el principal compromiso de un escritor, el único, es con el lenguaje. Y tienen razón, pero tanto acicalamiento lingüístico muchas veces los lleva a decir prácticamente nada; a contar historias que sólo interesan a ellos, a escribir versos de autoconsumo.
Es obvio que el solipsismo literario no garantiza la multiplicación de lectores.
A veces los imagino como aquellos sacerdotes que oficiaban en latín a poblaciones que apenas hablaban español. O a los economistas que más que explicar con deciles, porcentajes, índices y fórmulas, confunden a la gente que sólo quiere enterarse sobre la salud de nuestra economía.
El principal compromiso de un escritor es efectivamente con el lenguaje. Pero no debemos olvidar que el principal compromiso del lenguaje es con la vida. Hablamos para alguien. Decimos para ser escuchados por otro, de preferencia con un desconocido.
Nadine Gordimer (1923-214) fue una escritora comprometida con el lenguaje en el mejor sentido. Fue una escritora comprometida con la vida. En sus cuentos, novelas y relatos se vislumbra la vida con todas sus complejidades. Sus héroes no lo son todo el tiempo; los hombres de confianza dejan de serlo; quienes lucharon contra la censura tratan de imponerla al alcanzar el poder, los que hicieron de la crueldad una política de Estado llegan a tener como sabía Mandela, algún rasgo de humanidad.
Activista, militante contra el régimen racista de Sudáfrica, Gordimer sabía que el acto creativo jamás es puro. Sabía que la responsabilidad de un escritor es aquello que espera fuera del Edén de la creatividad
. No se escribe impunemente. Por eso varios de sus libros fueron censurados en Sudáfrica. Por eso Nelson Mandela pudo conocer en las novelas de la Premio Nobel, más de la sensibilidad de los blancos.
Cuando fue liberado Mandela, el mismo año del Nobel de su paisana, a una de las primeras personas que quiso ver fue a ella.
Los grandes novelistas –aquéllos para quienes la responsabilidad de un escritor es el lenguaje porque es la expresión misma de la vida y no un instrumento hueco– siempre nos revelan al mundo por primera vez.
Y el mundo que nos mostró Nadine Gordimer en sus novelas fue aquel donde la crueldad fue una política de Estado, una forma de vida, el motor de una economía que le permitió subsistir a un régimen racista con la silenciosa complicidad de las naciones más poderosas del mundo.
Llama la atención que la prosa de Gordimer, evitarla el sentimentalismo siendo tan fácil caer en él al escribir sobre ese mundo tan lejano de lo humano. Su prosa clara nos lleva por esos laberintos que sólo un régimen basado en el apartheid podría idear y a la cultura misma de la segregación.
La hija de Burguer, El conservador y Mejor hoy que mañana son un terrible retrato de lo que fue esa Sudáfrica racista.
Y este último libro particularmente nos describe lo difícil que resulta erradicar viejas formas culturales tan arraigadas en una sociedad, así se haya instaurado la democracia. Allí está también la desilusión porque la democracia no terminó con la desigualdad económica. Y más aún: nos cuenta cómo las viejas prácticas de corrupción y la tentación autoritaria alcanzaron sin mucho problema a algunos dirigentes del Consejo Nacional Africano al que la propia Gordimer pertenecía.
Todo movimiento social tiene un escritor que lo retrata, un cantante que lo acompaña. Nadine Gordimer fue la escritora que fijó en sus historias, la historia que vivió. Su compromiso con el lenguaje fue un compromiso con la vida.