a gira del presidente de Rusia, Vladimir Putin, por naciones latinoamericanas –Cuba, Argentina y Brasil–, a lo que se añadió una visita sorpresa a Nicaragua, da cuenta de un estrechamiento significativo en las relaciones entre el país euroasiático y el subcontinente, que resulta, según puede verse, un revés para los intereses hegemónicos de Washington en la región y en el mundo.
Tales intereses tienen como acicate fundamental una falta de comprensión por parte de la superpotencia respecto de la realidad multipolar contemporánea en política internacional, en la que las pretensiones estadunidenses de imponer dominio unilateral –reavivadas durante la era de George W. Bush y continuadas por la administración de Barack Obama– carecen de sustento material ante la existencia de contrapesos como China y la propia Rusia. Esa falta de visión llevó a la Casa Blanca, en los años anteriores a la llegada de Obama a la Oficina Oval, a hostilizar a Moscú y tratarlo como enemigo potencial, pese a que los gobiernos rusos post soviéticos de Boris Yeltsin y del propio Putin hicieron esfuerzos para presentarse ante Occidente como socios y aliados confiables.
En la actual coyuntura es imposible desvincular la presencia de Putin en tierras latinoamericanas de los recurrentes intentos de Washington y Occidente por aislar a Moscú en una limitada parcela geopolítica a partir del reconocimiento a la independencia de Kosovo, hasta el impulso de la reciente revuelta en Ucrania, que derrocó al gobierno de Viktor Yanukovich y derivó en una guerra civil de consecuencias aún impredecibles, pasando por los empeños occidentales de integrar a Georgia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, que detonó el conflicto bélico en Osetia del Sur en 2008.
En ese sentido, una política exterior rusa más activa hacia América Latina –considerada hasta hace no mucho como la principal órbita de influencia estadunidense–, y el hecho de que Putin eligiera a Cuba para iniciar la actual visita puede ser visto como una búsqueda, por parte de Moscú, de nuevos balances en los poderes planetarios.
A ello se suma la histórica hostilidad de Washington en contra de naciones y gobiernos de la región que han rechazado someterse a la preceptiva de la Casa Blanca y el Pentágono. El ejemplo paradigmático es la misma Cuba, país que ha sido sometido desde hace más de medio siglo a una política de castigo político y económico, que se agudizó a raíz de la conclusión de la guerra fría y el derrumbe de la Unión Soviética. Sin embargo, a diferencia de hace dos décadas, hoy el gobierno de La Habana está arropado por un buen número de naciones latinoamericanas que han optado por gobiernos progresistas, que se han alejado –en mayor o menor medida– del influjo político, económico e ideológico dictado por la Casa Blanca, en un abanico ideológico que va desde la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro hasta la Argentina de los Kirchner-Fernández y el Brasil de Lula y Dilma Rousseff.
Lo cierto es que sin ese giro soberanista y progresista, sin el realineamiento regional que derivó del mismo, hoy los lazos entre el Kremlin y los gobiernos de la región serían menos estrechos. Es claro, en suma, que el punto central de la coincidencia actual entre América Latina y Moscú es la necesaria defensa de las soberanías nacionales frente a pulsiones de supremacía colonialista como las que persisten en la superpotencia y la construcción de un orden multipolar acorde a la realidad contemporánea.