l parlamento de Crimea decidió ayer someter a referendo la anexión de esa hasta ahora república autónoma ucrania a la Federación Rusa y pidió al legislativo ruso que inicie el procedimiento para que, en caso de que el resultado de la consulta sea positivo, la unión pueda realizarse a la brevedad. El presidente estadunidense, Barack Obama, reaccionó de inmediato, afirmando que la determinación viola la legalidad internacional
y anunció represalias consulares contra funcionarios y diplomáticos de Rusia y contra ucranios pro rusos.
Cabe recordar que la decisión del congreso de Crimea tiene como telón de fondo el reciente derrocamiento del presidente de Ucrania, Viktor Yanukovich –electo en febrero de 2010–, por una insurrección atizada por Estados Unidos y la Unión Europea (UE), conocida como Euromaidán, que desplazó del poder a la burocracia heredera del viejo sistema soviético y colocó el gobierno en manos de una élite financiera partidaria del ingreso del país a la UE. El Euromaidán obtuvo respaldo social en el oeste del país y en su capital, Kiev, mas no en el este y en el sur, donde la población es mayoritariamente pro rusa.
Tal situación resulta particularmente clara en la península de Crimea, cuya población es mayoritariamente rusa, que entre 1921 y 1945 fue una república soviética autónoma, y que fue cedida por Moscú a Ucrania en 1954. Tras la disolución de la Unión Soviética, Crimea se dotó de una constitución, una presidencia y un parlamento propios, instancias que en diversas ocasiones han sido desconocidas por las autoridades de Kiev.
En tal circunstancia, habida cuenta de la dudosa legitimidad del gobierno ucranio surgido de la reciente rebelión y de los alambicados antecedentes históricos, la comunidad internacional –con Rusia y Estados Unidos en primer lugar– tendría que limitarse a facilitar una solución pacífica a la disputa por Crimea y permitir que los habitantes de esa península sobre el Mar Negro ejerzan en libertad su derecho a la autodeterminación y opten por seguir siendo ucranios, acceder a la independencia o anexarse a Rusia.
En esta lógica, es claro que las altisonantes y desproporcionadas declaraciones de Obama no obedecen a una convicción democrática o legalista y ni siquiera a una legítima preocupación por la integridad territorial de Ucrania, sino al afán de aprovechar la circunstancia para debilitar a Rusia en términos diplomáticos y geoestratégicos.
Significativamente, las reacciones de los gobiernos de Europa occidental han seguido una tendencia mucho más moderada y prudente. Parece claro que una escalada del conflicto ucranio no es considerada una perspectiva deseable para la Unión Europea, por más que Washington se empeñe en provocarla.
En términos generales, los gobiernos de Occidente se han visto atrapados, una vez más, en un dilema entre la congruencia y la doble moral: si, con el pretexto de defender la autodeterminación, Washington y sus aliados europeos impulsaron la desintegración de Yugoslavia y luego alentaron el separatismo de Kosovo con respecto a Serbia, hoy no tienen margen alguno para condenar el ejercicio de ese mismo derecho por parte de Crimea.
Por lo demás, tras el colapso de la Unión Soviética, el surgimiento o el fortalecimiento de movimientos separatistas en todo el escenario europeo parece un fenómeno irreversible al que los gobiernos centrales deberían habituarse y aceptar sin dramatismos sus posibles consecuencias, tanto por lo que hace a Crimea como por lo que se refiere a Cataluña, Escocia y el País Vasco. A estas alturas del proceso de debilitamiento de los estados nacionales fomentado por el neoliberalismo y el fortalecimiento de organizaciones y bloques internacionales, esos posibles desgajamientos han perdido la trascendencia que habrían tenido hace tres o cuatro décadas.