on el telón de fondo de las recientemente aprobadas modificaciones constitucionales en materia educativa y del conflicto magisterial que éstas han ocasionado en diversas entidades del país, particularmente Guerrero y Oaxaca, resulta necesario que la opinión pública se involucre en un debate amplio y plural que abone, en primer término, a la comprensión del fenómeno de los rezagos nacionales en enseñanza, sus causas originarias y sus múltiples dimensiones.
Son reveladoras las cifras dadas a conocer en un informe elaborado por la Secretaría de Educación Pública para 2007, sobre las condiciones materiales desastrosas que enfrentan muchos planteles de enseñanza en el país. Según el documento, un tercio de las escuelas carece de drenaje; una cuarta parte no cuenta con electricidad y otro tanto no dispone de sanitario. Adicionalmente, el número de planteles multigrado (aquellos en los que las aulas y los profesores son compartidos por estudiantes de grados distintos) asciende a 44 por ciento en el nivel primaria, y esa proporción se incrementa a más de 60 por ciento en los centros escolares indígenas y a 100 por ciento en las escuelas comunitarias. A estas deficiencias inadmisibles en infraestructura y personal se suman las condiciones de marginación, pobreza y exclusión en que viven la mayoría de las familias de los educandos.
Los datos referidos, en conjunto con las historias que se presentan en el reportaje principal de esta edición, son algunos botones de muestra de las condiciones desoladoras en que se desarrolla buena parte del proceso de enseñanza en el país, las cuales resultan sumamente desventajosas para docentes y alumnos de comunidades rurales y de entornos indígenas y comunitarios, pero también para maestros y estudiantes de localidades urbanas empobrecidas, como las que abundan en las principales ciudades del país, incluyendo la capital y su zona conurbada.
En tal circunstancia, la pretensión de evaluar con raseros idénticos a todos los profesores, sin importar si sus escuelas carecen de agua, electricidad e instalaciones mínimamente dignas para desempeñar su labor, constituye una medida injusta e improcedente que difícilmente ayudará a mejorar la calidad de la educación –concepto ni siquiera desarrollado en la reforma constitucional recientemente aprobada– y que mucho menos contribuirá a identificar y atender las razones que originan o en que se gestan los rezagos educativos.
La situación de las escuelas, al fin de cuentas, no es sino el reflejo de la depauperación y el abandono que ha ocasionado el retiro paulatino del Estado respecto de sus responsabilidades elementales, incluyendo la educación, y sería ingenuo pretender que ese deterioro podrá revertirse mediante una reforma circunscrita a ese ámbito, sobre todo una como la que promueve la Presidencia de la República y sus partidos aliados en el Pacto por México.
Para que la educación recupere su carácter de motor del desarrollo económico y mecanismo movilidad social, es necesario que haya condiciones adecuadas para el desempeño de las actividades docentes y estudiantiles en todos los ámbitos, y es evidente que tales condiciones no se cumplen en el México contemporáneo.
Si el celo discursivo del gobierno actual y de sus antecesores por elevar el nivel educativo fuera algo más que mera demagogia, las autoridades deberían empezar por corregir las condiciones físicas en que se encuentran miles de escuelas primarias y secundarias en el país –consecuencia, a su vez, del abandono presupuestario al que las recientes administraciones han sometido a la educación–, y por revertir el deterioro de las condiciones de vida en millones de hogares de estudiantes a raíz de las crisis económicas y de la aplicación del modelo neoliberal aún vigente.