ebe haber sido endiabladamente difícil para el escribidor de discursos del presidente Peña Nieto, la elaboración de la pieza oratoria que pronunció su jefe en Ramos Arizpe para conmemorar el centenario del Plan de Guadalupe. Es cierto que adoptó un ángulo imaginativo para mirar a Venustiano Carranza desde donde hoy estamos: enfatizó su condición de luchador contra la usurpación de Victoriano Huerta, que –según el discurso de marras– era un obstáculo para el desarrollo del país. Así, el anónimo escribidor le dio pie al presidente Peña Nieto para vincularse con el carrancismo a partir de una actitud, y ya no de principios o de programas: Carranza es un predecesor de Peña Nieto porque ambos comparten la determinación de quitar los obstáculos al progreso del país.
Sin embargo, Venustiano Carranza tuvo mucho más que una actitud; y el escribidor dejó de lado un aspecto fundamental de su obra: la terca defensa de la soberanía del Estado frente a sus enemigos internos y externos, a la que se aferró incluso cuando las condiciones del combate contra el huertismo le eran adversas, y podía ser tentadora la oferta de mediación internacional que impulsó el presidente Woodrow Wilson para que la guerra civil llegara a su fin. Además, no entendía el porqué de este rechazo, si él sólo quería enseñarnos a escoger a nuestros presidentes. Los constitucionalistas rechazaron la propuesta, para sorpresa de Wilson, pese a las generosas intenciones que la inspiraban, pero al Primer Jefe del constitucionalismo no se le escapaban los riesgos de poner en manos de un estadunidense la solución al conflicto político por excelencia: la lucha por el poder.
Me queda claro que el homenaje del presidente Peña Nieto era al Plan de Guadalupe, y que no era necesariamente pertinente la referencia al tema de la soberanía frente al exterior. Sin embargo, no se puede pensar en Carranza sin recordar algunas de sus decisiones más importantes, y no sólo aquellas que tomó en defensa del orden constitucional, sino que su rechazo a cualquier tipo de intervención tuvo un efecto de largo plazo sobre las actitudes de Washington frente a México. Dean Acheson, secretario de Estado del presidente Truman, a principios de los años 50 decía que la experiencia que habían tenido con Huerta debía haberles enseñado que su intervención en asuntos internos de los países latinoamericanos sólo lograba que todos se unieran contra Estados Unidos. Dado este antecedente, decía Acheson que lo mejor era dejarlos por la paz, para que resolvieran ellos mismos sus conflictos.
No obstante, la defensa de la soberanía del Estado de Venustiano Carranza no estaba dirigida sólo al exterior. Cuando el Primer Jefe repudió a la dictadura y reivindicó el orden constitucional, también defendió la soberanía del Estado, pero en el interior y con relación a actores políticos cuyo poder era una amenaza a esa soberanía. En 1913 el actor más peligroso para el Estado era el Ejército. Desde este punto de vista, el legado de Carranza puede resumirse en la idea de que devolvió a la Constitución su calidad de referente incontestable de la legitimidad de cualquier acción de gobierno, que se apoya en la soberanía del Estado en el interior y en el exterior.
Y no puedo dejar de preguntarme ¿qué pensaría Carranza si volviera de donde está y viera al Estado mexicano como está? Ahora sabemos que la soberanía no es absoluta, ni lo ha sido nunca, porque todos los países dependen más o menos unos de otros, y la paz del vecino es condición de la propia. Sin embargo, desde los años 80 del siglo pasado, procesos que históricamente habían sido considerados como materia de la estricta soberanía nacional se han internacionalizado. Tomemos como ejemplo las elecciones: en nuestro caso, desde 1994 son observadas (¿supervisadas?) por individuos, organismos o gobiernos extranjeros, que califican su calidad democrática. En 1982, el gobierno saliente del presidente José López Portillo firmó un acuerdo con el FMI que lo comprometía a él y a su sucesor con un programa de estabilización económica diseñado por el organismo. Los funcionarios mexicanos tenían sólo la responsabilidad de aplicarlo. Es decir, el Estado fue despojado del instrumento que debía permitirle decidir soberanamente la dirección de la actividad económica. Carlos Salinas de Gortari profundizó los límites del intervencionismo estatal, y con ello, le impuso fronteras a la soberanía interna del Estado. Ahora, sus decisiones en materia económica están condicionadas por las preferencias de banqueros extranjeros, propietarios de los principales bancos que operan en el país. Ellos deciden los montos y el destino de la inversión privada. De la misma manera que los intereses particulares que representan los dirigentes del SNTE y de otros grandes sindicatos definen la política sectorial. Hasta ahí llega la soberanía del Estado. Llega hasta donde nos vemos obligados a asumir la solución del problema de drogas que tiene la sociedad estadunidense.
No, definitivamente no podía el escribidor del presidente Peña Nieto referirse a Carranza más que como lo hizo, en términos vagos y abstractos, porque si nos ponemos a precisar, nos vamos a encontrar con que Carranza es hoy en México un extraño.