a amplia inconformidad ciudadana por los cobros exorbitantes en las tarifas de electricidad –que se expresa en las más de 64 mil quejas ante la Procuraduría Federal del Consumidor entre 2011 y lo que va de este año–, y la crítica situación que enfrentan miles de usuarios y familias en el país como consecuencia de los mismos, son las expresiones sociales más visibles del manejo ineficiente y antinacional realizado por las últimas administraciones en la industria de propiedad pública, particularmente en la Comisión Federal de Electricidad (CFE).
Además de la injustificable proliferación de cobros estimados
a los usuarios de energía eléctrica de todo el territorio –lo que en sí explica en parte el descontrolado aumento en las tarifas–, en la actual ofensiva a la economía de las familias y las pequeñas empresas convergen factores de larga data.
Debe recordarse, en primer lugar, que desde el sexenio de Carlos Salinas de Gortari la administración federal dio un paso determinante en la llamada privatización silenciosa
del sector, con las modificaciones a la Ley de Servicio Público de Energía Eléctrica, que actualmente permite que compañías trasnacionales produzcan más de la mitad de la electricidad que se consume en el país, y condiciona a la paraestatal a entregar sumas crecientes a empresas particulares. Por añadidura, en los últimos años la CFE ha invertido enormes cantidades de recursos en la compra de gas natural importado para suministro de compañías privadas, política que resulta doblemente improcedente: por un lado, porque mientras el gas natural es adquirido en el extranjero, a precios impredecibles, se permite que Petróleos Mexicanos queme anualmente más de mil millones de pies cúbicos de ese combustible; por el otro, porque aun si fuera el caso que el país no pudiera extraer suficiente cantidad del producto, existen otras vías de generación eléctrica que podrían subsanar ese déficit, como la eólica o la hídrica.
Finalmente, en los años recientes, de acuerdo con informes oficiales, la CFE se ha endeudado en forma sostenida con empresas privadas, la mayoría extranjeras, mediante los proyectos de inversión diferidos en el gasto (Pidiregas), aun en casos en que la paraestatal tenía capacidad de invertir en obras de infraestructura.
El empeño de las administraciones federales por disminuir el peso del Estado en el sector eléctrico en beneficio de particulares podría explicar, por sí mismo, el creciente debilitamiento financiero de la paraestatal, que el año pasado exhibió pérdidas por 17 mil 168 millones de pesos. Pero a ello debe sumarse la omisión de las autoridades federales para combatir la extendida corrupción en las oficinas de la CFE y para contrarrestar el robo de energía, que en la última década ha costado, según estimaciones de especialistas, 240 mil millones de pesos.
La situación actual de la bautizada empresa de clase mundial
abre amplios márgenes para los cuestionamientos en torno a lo que parece ser una política gubernamental orientada a desacreditar al Estado como un administrador eficiente y transparente de las entidades a su cargo, a fin de presentar como viables y hasta necesarias las desincorporaciones y privatizaciones abiertas –proscritas en la Constitución– y a las que se ha opuesto la sociedad. Por añadidura, los malos manejos administrativos de la CFE echan por tierra los argumentos esgrimidos por el gobierno federal hace casi tres años para justificar la extinción de Luz y Fuerza del Centro: a fin de cuentas, si el argumento usado para la desaparición de ese organismo fue –según el discurso oficial– la supuesta inviabilidad financiera, operativa y la corrupción en su interior, todo parece indicar que el gobierno se empeña en conducir a la CFE a un escenario similar.
Es de obvia necesidad, en suma, que el próximo gobierno enmiende la catástrofe social y financiera causada por el actual y sus predecesores en materia energética, y reoriente el manejo del sector de acuerdo con las prioridades nacionales y al interés social.