n varias ocasiones hemos comentado el azoro de los españoles al arribar a la metrópoli mexica y contemplar decenas de canoas, plenas de flores, frutos, vegetales, aves, granos y cuanta mercancía pueda uno imaginar, surcando por las numerosas acequias que cruzaban la ciudad lacustre.
Al igual que ahora las calles, unas tenían mayor importancia que otras; de las más relevantes era la acequia real, que corría a un costado de la Plaza Mayor. Esta vía acuática desembocaba en el que fue destacado mercado en la época prehispánica y que ha conservado esa vocación hasta la fecha, en lo que conocemos como barrio de La Merced. El nombre se lo dieron los frailes mercedarios que en ese lugar fundaron un enorme convento, cuyo hermoso claustro estilo morisco aún subsiste y actualmente está siendo restaurado. La obra la realiza el INAH bajo la dirección del arquitecto Juan Urquiaga, lo que garantiza un resultado excepcional.
En esa tradicional zona comercial se estableció a fines del siglo XVI la alhóndiga, institución encargada de regular el abasto de granos, lo que tenía gran importancia particularmente en las épocas de escasez. Es interesante mencionar que para obtener fondos para su realización, el mismo virrey ordenó instalar 29 tiendas para renta en la plazuela del Marqués, que se encontraba a un costado de la catedral, frente al Monte de Piedad, que producían la enorme suma de tres mil pesos anuales.
Anteriormente había funcionado en unas casas que le arrendaron al conquistador Hernando de Ávila en la calle de San Francisco (hoy Madero), mismas que resultaron insuficientes. La nueva alhóndiga se instaló a un lado de la acequia real y a unos pasos de la de Roldán, lo que facilitaba el acceso de las mercancías; un ramal de agua llegaba a la puerta, frente a la que cruzaba un puentecillo de piedra.
Ahora viene lo mejor: todas estas maravillas aun existen, abandonadas y mal usadas por años, ahora recobran su belleza y dignidad, mediante una buena restauración del inmueble y de la zona. La construcción pintada de color ocre con los marcos de puertas y ventanas de noble cantera guarda gran sobriedad; destaca el elemento vegetal labrado en la cantería de la portada principal. El portón de madera esta flanqueado por esbeltas pilastras molduradas con un capitel clásico; en el remate hay un frontón con la inscripción troxe donde se venden las semillas de los diezmos de la catedral metropolitana de México
. Esto se debe a que a principios del siglo XVIII, el canónigo Hijar, con esa habilidad que llevó a la Iglesia a poseer inmensas riquezas, logró que también se instituyera ahí el diezmatorio de la Catedral. De esa manera todo el que acudía a la alhóndiga, tenía que contribuir con su diez por ciento de granos para la Iglesia, por lo que fue conocida igualmente como Casa del Diezmo. Para que no quedara duda, se labró asimismo un relieve con el escudo del Vaticano, que consiste en una tiara y unas llaves. La importancia de la institución se advierte al admirar la amplia plaza que se forma enfrente y el puentecillo que se conserva a las puertas de la casona. Es fácil imaginar la acequia que pasaba debajo con las canoas cargadas de granos.
Para festejar el rescate de la alhóndiga y sus alrededores, nada mejor que el afamado restaurante El Taquito, en la calle del Carmen esquina con República de Bolivia. Desde 1923 la familia Guillén deleita a los comensales con su botana de costillitas de puerco con nopalitos y salsa molcajeteada. Ofrece dos sopas que ya se encuentran poco y son muy sabrosas: la de médula y la de migas. De plato fuerte el mole poblano, la arrachera y las criadillas de toro preparadas al gusto; mis favoritas al mojo de ajo. Hay una inmensa variedad de tacos y antojitos. Para el postre recomiendo las natillas y el flan preparados en casa.
Conserva su decoración de azulejos, los cuadros taurinos y fotos de las celebridades que ahí se reunían en sus populares peñas taurinas.