a masacre perpetrada desde el viernes pasado en la ciudad siria de Hula, provincia de Homs, en donde murieron un centenar de personas –entre ellas, 32 niños menores de 10 años–, suscitó una enérgica condena internacional encabezada por el secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), Ban Ki moon, y su enviado al país árabe, Kofi Annan, así como por el bloque occidental del Consejo de Seguridad del organismo –Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia– más Alemania.
El gobierno de Damasco, por su parte, insistió en responsabilizar por el acto de barbarie a grupos terroristas armados
infiltrados desde Turquía y Líbano, versión que es desmentida por la de los observadores de la propia ONU en la región y por la de testigos originarios del lugar, que afirman que los bombardeos provinieron de artillería del régimen de Bashar Assad.
Sin pasar por alto que en la nación árabe se desarrolla una cruenta guerra civil, en el marco de la cual tanto las fuerzas de Damasco como las milicias opositoras han incurrido en excesos y cometido crímenes de lesa humanidad –como se ha documentado en informes de la propia ONU–, el ataque indiscriminado contra la población inerme, y particularmente el asesinato de niños, son elementos inadmisibles, vengan de donde vengan, incluso en el contexto de violencia generealizada que se desarrolla en Siria, y colocan ese conflicto en una nueva cima de barbarie y atrocidad. En caso de ratificarse que la masacre referida es responsabilidad del régimen de Damasco, éste confirmaría su carácter indefendible ante la comunidad internacional y daría argumentos a quienes reivindican emprender, en Siria, una incursión militar semejante a la que Occidente puso en marcha en Libia, y que se saldó con el derrocamiento de Muammar Kadafi.
Más allá de lo anterior, el episodio de Hula da cuenta del inocultable fracaso de las gestiones realizadas por la ONU y por Kofi Annan con el fin de lograr un alto al fuego en la ensangrentada nación árabe. La razón fundamental de ese fracaso es, además de la intransigencia de Bashar Assad, la doble moral con que se ha desempeñado la ONU, que no ha podido o no ha querido desmarcarse del abierto intervencionismo que practican, en favor del bando opositor al gobierno de Damasco, los gobiernos que ahora condenan la masacre del pasado viernes.
Ahora bien, por impresentable que parezca el régimen sirio y aunque es urgente frenar la situación de violencia que sufre la población del país árabe, una intervención militar de Occidente como la que demandan los opositores de Bashar Assad y como la que han planteado Washington y sus aliados resulta inadmisible y peligrosa, como ya debía haber aprendido la opinión pública internacional de los desastrosos saldos que ese tipo de operaciones suelen arrojar en los países en que se practican: las llamadas guerras humanitarias
–como las que la OTAN llevó a cabo en la extinta Yugoslavia o, más recientemente, en Libia– sólo multiplican la dinámica de violencia, muerte y sufrimiento de las poblaciones, desembocan en episodios de aniquilamiento de civiles inocentes por parte de las tropas invasoras –que se suman a la barbarie practicada por los regímenes nacionales– y, lejos de evitar la reproducción de escenarios atroces como los de este fin de semana, abren margen para su multiplicación.
Ciertamente es imposible permanecer indiferente a la violencia indiscriminada que se desarrolla en Siria. Pero la presión y el injerencismo occidentales y la perspectiva de una intervención militar ahí no son precisamente factores que ayuden a disminuir el derramamiento de sangre en el país árabe, sino todo lo contrario.