ace ya varios años, mis buenos amigos (y buenos músicos) Eloy Cruz y Leopoldo Novoa me comentaron, cada uno por su lado y en su momento, que estaban explorando los peculiares vasos comunicantes que hay entre los sones mexicanos (particularmente el son huasteco y el son jarocho) y algunas músicas populares y cortesanas de la Península Ibérica, de los siglos XVI y XVIII. Y me dijeron que más allá de la investigación, querían convertir su idea en música audible, viva. Por ello, la tarde del pasado domingo tuve un doble gozo al ver a Eloy y a Leopoldo plantados en el escenario de Bellas Artes con sus colegas del grupo Tembembe Ensamble Continuo, cobijados por La Capella Reial de Catalunya y Hespèrion XXI, para dar rienda suelta a un lúdico fandango renacentista. Y presidiendo la sesión, el gran gambista catalán Jordi Savall, quien, aún enlutado, es una de las presencias musicales más luminosas de nuestro tiempo, un auténtico Rey Midas del sonido.
Con continuidad conceptual y musical impecable, los tres ensambles urdieron un sabroso bordado sonoro transoceánico cuya principal línea de conducta (generosa, compartida, democrática) pudiera resumirse en la expresión: Yo toco lo tuyo, tú bailas lo mío, cantemos juntos lo nuestro
. ¿Cómo no emocionarse al escuchar las voces de La Capella, esas que cantan el apocalíptico Canto de la Sibila, soltándose el pelo con María Chuchena? ¿Cómo no sonreír de oreja a oreja cuando del fondo de esta lúdica mescolanza surge un virtuoso solo de maracas a cargo de Enrique Barona? ¿Cómo no disfrutar a plenitud una sesión musical poblada de tantos músicos expertos en lo suyo, cada uno escuchando con respeto la música de todos los demás, tomando la de ellos y ofreciéndoles la propia? Música riquísima toda (la de allá, la de acá, que se hicieron una), de principio a fin, con numerosas cimas destacadas. Las Folías antiguas iniciales, con su perfil melódico sustentado en el villancico Rodrigo Martínez (del Cancionero de Palacio), sobre aquel despistado pastor que confundía gansos con vacas. La luminosa filigrana sobre el sugerente patrón armónico de esa pequeña joya que es la Recercada II, de Diego Ortiz. Una extrovertida improvisación sobre los indispensables (y muy bailables) Canarios, y otra sobre la terca, insistente, porfiada, fascinante y obstinada Gallarda napolitana, de Antonio Valente, lo más parecido que hay a un son huasteco fuera de otro son huasteco. Y en el canto improvisado, el ir y venir de coplas a través de un océano, con cálidas referencias al proyecto y a sus protagonistas, en una poesía de auténtica raíz popular que, por lo mismo, es de una profundidad singular. En este tiempo de tantas guerras sin cuartel (musicales, incluso), ¡qué placer ver y escuchar a los unos haciendo tan buena música en el estilo de los otros!
Tarde de imposturas geniales. La viola da gamba de Jordi Savall como violín huasteco. El arpa de Andrew Lawrence-King disfrazada de charango y las flautas dulces a guisa de quenas en una tierna cachua del Perú. Una jarana que se fingió tiorba, y una guitarra barroca soñando ser una leona. La hermandad vibrátil de una quijada de caballo con un pandero, por qué no. Y si de anclar el bajo se trata, qué mejor que fundir un violone con un marimbol, que al fin y al cabo éste viene del África y aquel no. Y con todo este arsenal vocal e instrumental felizmente travestido y revuelto, un par de impagables y divertidísimas invitaciones al baile (porque baile zapateado hubo, ahí sobre la solemne y a veces apolillada tarima de Bellas Artes), hechas con alegría más que contagiosa, epidémica: la chacona A la vida bona, de Juan Arañés, y la guaracha Ay que me abraso, ay, de Juan García de Zéspedes.
Más allá del significado cultural, histórico y musicológico evidente de esta sabrosa ensalada mixta (como las que solía sazonar Mateo Flecha), otra huella importante de la notable tocada conjunta de Capella-Hespèrion-Tembembe fue facial: sobre el escenario, todos sonriendo, y del otro lado, también. ¿Qué más se puede pedir?