a Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad, que arrancó ayer en Morelos y concluirá el próximo 10 de junio en la martirizada Ciudad Juárez –donde organizaciones de la sociedad habrán de suscribir un pacto cívico–, marca un punto de quiebre importante en el encauzamiento y la definición de los reclamos expresados en la marcha ciudadana del pasado 8 de mayo por un vasto y diverso segmento de la sociedad, y en la conversión de esa manifestación amplia y plural, pero espontánea, en un movimiento social.
Con independencia de la diversidad de perspectivas que se han ido sumando a esta expresión dada su naturaleza incluyente, es de admirar y saludar la continuidad de dos rasgos centrales desde que el poeta Javier Sicilia inició, hace ya más de un mes, la caminata hacia el Zócalo de esta capital: por un lado, el carácter ciudadano de las movilizaciones y, por el otro, su postura inequívocamente crítica hacia la estrategia de seguridad pública y combate a la delincuencia organizada impuesta por la actual administración federal: tal postura se expresa en una convicción de que la violencia que azota al país en el momento actual es el resultado de una concepción parcial y meramente represiva de los fenómenos delictivos, así como de una falta de voluntad política para enfrentar a la delincuencia en los términos legales establecidos y sin recurrir a la militarización de la vida pública.
La persistencia de estos rasgos confirma, por otro lado, el carácter improcedente de los intentos gubernamentales por minimizar, primero, y por desvirtuar, después, estas demostraciones ciudadanas; por presentarlas como una muestra de la corresponsabilidad
que –en la lógica gubernamental– debe adquirir la población para garantizar su propia seguridad; por exhibirlas como un reclamo de aplicación de la mano dura
contra los delincuentes, e incluso por reivindicarlas como expresión de un supuesto respaldo popular a la estrategia de seguridad vigente.
Tales despropósitos son desmentidos por la oposición de los organismos de la sociedad civil participantes en la Caravana por la Paz a incluir a las autoridades en el pacto que ha de suscribirse en la urbe fronteriza. Esta resistencia, por lo demás, es una consecuencia lógica e inexorable de la insensibilidad mostrada por el propio gobierno federal ante los reclamos de un viraje en su estrategia: baste citar, como ejemplo, el desfile militar realizado hace dos semanas en Ciudad Juárez, en el contexto de la última visita de Felipe Calderón a esa localidad, a contrapelo de las demandas ciudadanas por frenar la militarización del territorio nacional. Semejante demostración de indolencia cobra, en la desgarradora circunstancia nacional presente, tintes de agravio y provocación a la sociedad juarense y excluye a las propias autoridades como interlocutoras deseables de la expresión ciudadana que, en estas horas, se enfila a la ciudad fronteriza.
Si el gobierno se empecina en no escuchar la exasperación masiva que hoy se articula en torno a la Caravana por la Paz y si sigue sin atender el mensaje de hartazgo popular ante una guerra declarada a contrapelo del sentir nacional, que ha costado demasiadas vidas y que no ha tenido ningún resultado palpable en materia de seguridad pública y combate al narcotráfico, se corre el riesgo de abonar a la perspectiva indeseable de una dislocación política y de una descomposición institucional de gran calado. Es necesario, pues, que el calderonismo atienda los reclamos de un cambio en la estrategia de seguridad vigente.