uego de la muerte, el pasado fin de semana, de más de 30 civiles no combatientes en Afganistán –14 de ellos en Helmand (sur) y una veintena más en la provincia de Nuristán (noreste)–, como resultado de supuestos errores en bombardeos de las tropas aliadas, el presidente de ese país centroasiático, Hamid Karzai, advirtió a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que si no detienen sus bombardeos contra nuestras casas, su presencia en Afganistán será la de un invasor
; añadió que la historia muestra cómo reaccionan los afganos contra los invasores
y pidió a las potencias occidentales que traten a esa nación como un país aliado y no como uno ocupado
.
Desde el inicio de la agresión estadunidense contra la nación centroasiática, a fines de 2001, y con el pretexto de vengar los atentados terroristas perpetrados por Al Qaeda el 11 de septiembre en Nueva York y Washington, una constante de la guerra en Afganistán han sido los ataques realizados por la artillería y la aviación invasora contra población inocente, los cuales han arrojado un elevado saldo trágico: dos mil 800 civiles muertos tan sólo en 2010, y entre 14 y 34 mil en la década transcurrida desde el inicio de la invasión.
La cifra de muertes de civiles inocentes en esta guerra es demasiado elevada para ser atribuible a errores o descuidos de un aparato bélico que se llama a sí mismo inteligente
; en cambio, la reiteración sistemática de episodios como los referidos, en conjunto con los empeños de los mandos extranjeros por presentar a las víctimas como bajas colaterales
e incluso por ocultar esas muertes –así se ha documentado en cables diplomáticos filtrados por Wikileaks–, pone en perspectiva la continuidad, en Afganistán, del patrón depredador y genocida que el anterior gobierno de la Casa Blanca puso en práctica en territorio iraquí, en el contexto del cual han muerto cientos de miles de civiles inocentes en el país árabe. Si hace 10 años las muertes de no combatientes en el conflicto afgano podían ser presentadas por las naciones invasoras como sucesos fortuiros, accidentales y hasta inevitables, a estas alturas la lógica de exterminio resulta tan palmaria e inmoral que incluso el gobierno títere de Kabul se ve obligado a protestar ante sus mentores, por más que sus advertencias resulten tibias, tardías e insuficientes.
Con este telón de fondo cobran verosimilitud los dichos formulados ayer por el gobierno de Libia, en el sentido de que 718 civiles han muerto y más de cuatro mil han resultado heridos en el contexto de los ataques perpetrados por la propia OTAN para derrocar al régimen de Trípoli encabezado por Muammar Kadafi.
Las recurrentes masacres de civiles cometidas por las tropas aliadas en Afganistán pueden ser consideradas crímenes de lesa humanidad y los mandos de las mismas tendrían que estar corriendo, por elemental sentido de justicia, una suerte muy similar a la del general serbiobosnio Ratko Mladic, recientemente capturado y acusado de genocidio por su participación en la matanza de Srebrenica, en la ex Yugoslavia. En cambio, la ausencia de responsabilidad penal para los autores intelectuales y materiales de los crímenes cometidos en territorio afgano pone en perspectiva –además del enorme peso político y diplomático de Washington y de sus aliados europeos para neutralizar todo mecanismo de justicia que pueda derivar en procesos contrarios a sus intereses– la hipócrita actitud de las potencias occidentales, siempre dispuestas a condenar y hasta derrocar a gobiernos independientes que cometan atrocidades contra la población, pero incapaces de reconocer sus propias acciones genocidas en las guerras injerencistas y colonialistas que, en la segunda década del siglo XXI, siguen emprendiendo en diversas zonas del mundo.