uego de un recorrido de 90 kilómetros que se inició el pasado jueves en Cuernavaca, Morelos, la Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad arribará hoy al Zócalo capitalino, y la iniciativa ciudadana habrá de culminar, con ello, un paso de gran importancia para la reconquista de la tranquilidad, la gobernabilidad y la restauración de la convivencia armónica.
Aun sin tomar en cuenta el masivo acto que habrá de realizarse hoy en el corazón de la República, el tamaño de la respuesta social a la convocatoria lanzada por el poeta Javier Sicilia es ponderable con los miles de personas que se unieron a la caminata emprendida hace tres días en la capital morelense, y con las expresiones que tuvieron lugar ayer en San Cristóbal de las Casas, donde por lo menos 15 mil zapatistas protestaron por la militarización del territorio nacional al amparo de la guerra
del gobierno federal –en lo que constituye la movilización más numerosa en aquella ciudad chiapaneca en 17 años–; en Acapulco, donde unos 6 mil integrantes de congregaciones religiosas se manifestaron por la seguridad, la paz y la libertad de los habitantes de ese estado; en la martirizada Ciudad Juárez, donde se concentraron alrededor de 800 para rechazar una estrategia que ha ensangrentado esa urbe fronteriza, y en otras localidades como Zacatecas, Morelia y Tijuana.
A estas alturas, debiera ser innecesario demandar al gobierno federal que asumiera, como requisito mínimo para presentarse como interlocutor de la amplia y diversa masa social que se concentra hoy en el Zócalo, un compromiso de no desvirtuar ni distorsionar el mensaje central de esta marcha y de sus expresiones conexas y subsiguientes, que no es otro que el repudio a la actual estrategia de combate al narcotráfico y la delincuencia organizada. Tales exigencias son, por desgracia, procedentes, habida cuenta de la dislocación existente entre el discurso oficial y la realidad: el pasado jueves, la Presidencia de la República intentó tergiversar el sentido de esta movilización, buscó presentarla como una muestra de la forma en que la sociedad y las autoridades hacen frente al enemigo de todos los mexicanos: el crimen organizado
, y expresó hacia ella un respeto y una sensibilidad que contrastan con las actitudes del propio gobierno: un día antes, en un mensaje en cadena nacional, Felipe Calderón calumnió a quienes protestan por la estrategia de seguridad pública, al insinuar que están a favor de los delincuentes, y dejó ver su desinterés por los reclamos ciudadanos, al reiterar su posición de mantener la actual política contra el crimen organizado.
Esos factores no deben desmotivar a los participantes en la Marcha por la Paz ni a quienes habrán de sumarse hoy al tramo final de la misma. Es necesario que la ciudadanía, lejos de verse desalentada por una sordera oficial que ya resulta proverbial, se exprese por la vigencia del estado de derecho, la legalidad y la seguridad pública, pero también por la sensatez, la responsabilidad y el respeto a las garantías básicas –empezando por la vida– por parte de las autoridades; que demande a éstas un cambio de rumbo en esa guerra
que le fue impuesta al país, y que haga manifiesta, en suma, su decisión de no ser derrotada por la zozobra y el miedo: tal actitud representa, en la hora presente, un factor que debe unificar a los mexicanos más allá de ideologías y diferencias.
En los oscuros tiempos que corren, la movilización pacífica constituye uno de los últimos recursos de la ciudadanía para formular un ya basta
colectivo y para demandar a sus autoridades que rindan cuentas por la catástrofe que ha bañado de sangre el país. Sería absurdo, por lo demás, que esa demanda se le formulara a los delincuentes, como ha planteado el gobierno federal en reiteradas ocasiones. Cabe esperar que esta movilización se desarrolle, en su tramo final, en un ambiente de respeto y solidaridad, y que las autoridades entiendan que la desatención al clamor que ha de expresarse este domingo puede tener consecuencias desastrosas para la de por sí precaria situación del país.