egún datos del Banco Mundial, 10 por ciento de la población más acaudalada en México concentra 41.4 por ciento del ingreso total, una proporción idéntica a la que prevalecía en el año 2000, cuando el Partido Acción Nacional arribó a la Presidencia de la República. El dato da cuenta de un retroceso en materia de combate a la desigualdad respecto de la región –pues países como Brasil, Argentina y Uruguay han reducido en mayor o menor medida la concentración de la riqueza en sus respectivas poblaciones–, lo mismo que en lo interno, pues en el actual sexenio se ha revertido lo poco que se había avanzado en la materia a finales de la administración anterior, cuando el sector más pudiente de la pirámide social percibía 37.9 por ciento del ingreso nacional.
Tales cifras, por lo demás, se complementan con las manejadas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, en cuyo reporte Abordando la desigualdad se pondera la vasta diferencia –de 27 veces– entre el ingreso del 10 por ciento de la población más rica y el 10 por ciento más pobre.
Ante estos datos contundentes, los alegatos oficiales acerca de una presunta mejoría de la situación social del país –que viene arrastrando una deuda histórica con los desposeídos y los marginados– se revierten contra la credibilidad, de por sí mermada, del gobierno federal y generan escepticismo en torno a las estadísticas institucionales. Hace pocos días, el titular de la Secretaría de Desarrollo Social, Heriberto Félix, afirmó que ha habido avances
en el combate a los rezagos sociales y que los mexicanos menos favorecidos viven hoy mejor que hace una década, pero tales afirmaciones omiten datos tan significativos como el retroceso, del 1.8 al 1.5 por ciento, en la participación en el ingreso nacional del 10 por ciento de la población más pobre en los últimos dos años.
Más graves aún que esta adulteración discursiva de la realidad son las consecuencias que los desequilibrios sociales pueden tener en materia de gobernabilidad, seguridad y en la viabilidad misma del país. La inequidad en el ingreso se traduce en restricciones, para buena parte de la población, en el acceso a educación, salud, servicios y derechos, y ello deriva, en suma, en el incremento de la irritación social. El telón de fondo ineludible del avance de la criminalidad, la inseguridad pública y el deterioro institucional que aqueja al país en el momento actual es una amplia e inocultable fractura social, provocada por la acentuación de las desigualdades económicas y la persistencia de rezagos sociales históricos.
El postulado que ha acompañado la aplicación del modelo económico vigente en el país durante más de dos décadas –para repartir la riqueza, primero hay que generarla
– se revela, ante la ausencia de políticas y preocupaciones sociales por parte del grupo que detenta el poder, como un subterfugio para legitimar la concentración extrema del ingreso: a casi tres décadas de que las elites políticas y económicas del país apartaron al Estado de su función básica como factor de la distribución de la riqueza, es claro que ésta se ha generado en dimensiones suficientemente vastas para financiar rescates bancarios y carreteros, para mantener una administración pública y una clase política onerosas y hasta para costear esfuerzos ineficaces y contraproducentes como la actual guerra
contra el narcotráfico. Lo que no ha habido, ni en los periodos de relativo crecimiento económico ni mucho menos en tiempos de crisis, es voluntad y decisión política para repartir la riqueza mediante el establecimiento de una política económica redistributiva. Es imperativo que esa situación cambie cuanto antes; de no hacerlo, la fractura social existente podría traducirse en una dislocación nacional de gran calado.