Opinión
Ver día anteriorSábado 23 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Para Daniel
V

ivimos en un ambiente tan zafio, mezquino y mediocre, que no sólo somos una nación expulsora de mano de obra barata sino también, porque lo cultural no es ajeno a esas características, de pensadores y creadores de todo tipo.

En el ámbito musical es larga la lista de compositores e intérpretes mexicanos que se han instalado en el extranjero a falta de oportunidades, apoyo y reconocimiento en México: Samuel Zyman, Max Lifchitz, Javier Torres Maldonado, Alonso Mendoza, Iván Manzanilla, Jorge Federico Osorio, Jorge Suárez, Juan Trigos, Carlos Sánchez-Gutiérrez, Juan Felipe Waller, Hilda Paredes, Leticia Cuen, Eduardo Diazmuñoz y muchos otros. Entre ellos, Daniel Catán, quien murió hace unos días en el exilio que había elegido por voluntad propia y en contra de las paupérrimas circunstancias locales para el desarrollo de su trabajo.

De Daniel Catán (1949-2011), compositor de sólida preparación, vasta cultura histórica y musical, y un dominio técnico cabal, puede decirse que tuvo como mérito importante el haber sido uno de los creadores que, en el final del siglo XX y los albores del XXI, revaloró en México la ópera como un medio de expresión válido y viable. (El otro sería, claramente, Federico Ibarra).

Tanto en sus obras para la escena como en su música sinfónica y de cámara, Daniel Catán creó una expresión personal de cualidades muy individuales, y a la vez cimentada con solidez en las diversas influencias que asimiló inteligentemente, desde la música inglesa del inicio del siglo XX, hasta las expresiones musicales y escénicas del Japón tradicional. Al decantar éstas y otras referencias con sus propios elementos expresivos, Catán creó una música diáfana y comprensible que muchos de sus contemporáneos veían (y escuchaban) con suspicacia. Entre quienes se referían a él como el Elgar mexicano, algunos lo hacían con respeto, otros con desprecio.

Lo que es un hecho incuestionable es que Daniel Catán fue ante todo un músico honesto con sus principios y sus ideales; no hay en su música vanguardismos obligatorios ni provincianas complejidades a ultranza ni descarriados experimentalismos metidos con calzador para beneficio y cooptación de una crítica supuestamente exigente. Hay en cambio un lenguaje cuyo flujo y lirismo son, evidentemente, un reflejo puntual de su afinidad por la ópera y de su intuitiva comprensión de los requerimientos de este singular género de teatro musical.

No tardarán en aparecer, supongo, los golpes de pecho, las mortificaciones oficiales y las tardías conmemoraciones de Daniel. Mientras ello ocurre, lo mejor que podemos hacer los melómanos interesados en el presente y futuro de nuestra música es revisitar y escuchar la obra de Catán para calibrar sus alcances como compositor y su legado creativo y, sobre todo, para no contribuir con nuestra propia cuota de olvido. Para ello existen algunas (muy pocas) grabaciones de su música que es menester rescatar y difundir: las piezas sinfónicas Tu son, tu risa, tu sonrisa y En un doblez del tiempo, ambas con Eduardo Diazmuñoz al frente de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México; Encantamiento, con Horacio Franco; Trío para violín, cello y piano, con el Trío México; fragmentos de la ópera La hija de Rappaccini, con Encarnación Vázquez, Fernando de la Mora y Jesús Suaste, de nuevo con la OFCM y Diazmuñoz; la versión completa de la misma ópera, dirigida por Diazmuñoz al frente de intérpretes de la Escuela Manhattan de Música; Mariposa de obsidiana, con Vázquez, Diazmuñoz y la OFCM; un trozo de su música para El vuelo del águila, con Gordon Campbell y la Sinfónica de Aguascalientes; la ópera Florencia en el Amazonas, dirigida por Patrick Summers.

La inesperada muerte de Daniel Catán, en plena lucidez y dominio de sus poderes creativos, es la más reciente de una ya larga serie de pérdidas musicales, desde Omar Hernández-Hidalgo hasta Rita Guerrero. Algunos de ellos se fueron en tiempo y forma, otros murieron prematuramente o de mala manera, y todos nos duelen por igual. Me pregunto, con fatalismo, si además de vivir cotidianamente ahogados en sangre y mentiras estamos condenados también a quedarnos mudos, sin las voces que en buena medida nos dan sentido e identidad.