ivimos en un ambiente tan zafio, mezquino y mediocre, que no sólo somos una nación expulsora de mano de obra barata sino también, porque lo cultural no es ajeno a esas características, de pensadores y creadores de todo tipo.
En el ámbito musical es larga la lista de compositores e intérpretes mexicanos que se han instalado en el extranjero a falta de oportunidades, apoyo y reconocimiento en México: Samuel Zyman, Max Lifchitz, Javier Torres Maldonado, Alonso Mendoza, Iván Manzanilla, Jorge Federico Osorio, Jorge Suárez, Juan Trigos, Carlos Sánchez-Gutiérrez, Juan Felipe Waller, Hilda Paredes, Leticia Cuen, Eduardo Diazmuñoz y muchos otros. Entre ellos, Daniel Catán, quien murió hace unos días en el exilio que había elegido por voluntad propia y en contra de las paupérrimas circunstancias locales para el desarrollo de su trabajo.
De Daniel Catán (1949-2011), compositor de sólida preparación, vasta cultura histórica y musical, y un dominio técnico cabal, puede decirse que tuvo como mérito importante el haber sido uno de los creadores que, en el final del siglo XX y los albores del XXI, revaloró en México la ópera como un medio de expresión válido y viable. (El otro sería, claramente, Federico Ibarra).
Tanto en sus obras para la escena como en su música sinfónica y de cámara, Daniel Catán creó una expresión personal de cualidades muy individuales, y a la vez cimentada con solidez en las diversas influencias que asimiló inteligentemente, desde la música inglesa del inicio del siglo XX, hasta las expresiones musicales y escénicas del Japón tradicional. Al decantar éstas y otras referencias con sus propios elementos expresivos, Catán creó una música diáfana y comprensible que muchos de sus contemporáneos veían (y escuchaban) con suspicacia. Entre quienes se referían a él como el Elgar mexicano
, algunos lo hacían con respeto, otros con desprecio.
Lo que es un hecho incuestionable es que Daniel Catán fue ante todo un músico honesto con sus principios y sus ideales; no hay en su música vanguardismos obligatorios ni provincianas complejidades a ultranza ni descarriados experimentalismos metidos con calzador para beneficio y cooptación de una crítica supuestamente exigente. Hay en cambio un lenguaje cuyo flujo y lirismo son, evidentemente, un reflejo puntual de su afinidad por la ópera y de su intuitiva comprensión de los requerimientos de este singular género de teatro musical.
No tardarán en aparecer, supongo, los golpes de pecho, las mortificaciones oficiales y las tardías conmemoraciones de Daniel. Mientras ello ocurre, lo mejor que podemos hacer los melómanos interesados en el presente y futuro de nuestra música es revisitar y escuchar la obra de Catán para calibrar sus alcances como compositor y su legado creativo y, sobre todo, para no contribuir con nuestra propia cuota de olvido. Para ello existen algunas (muy pocas) grabaciones de su música que es menester rescatar y difundir: las piezas sinfónicas Tu son, tu risa, tu sonrisa y En un doblez del tiempo, ambas con Eduardo Diazmuñoz al frente de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México; Encantamiento, con Horacio Franco; Trío para violín, cello y piano, con el Trío México; fragmentos de la ópera La hija de Rappaccini, con Encarnación Vázquez, Fernando de la Mora y Jesús Suaste, de nuevo con la OFCM y Diazmuñoz; la versión completa de la misma ópera, dirigida por Diazmuñoz al frente de intérpretes de la Escuela Manhattan de Música; Mariposa de obsidiana, con Vázquez, Diazmuñoz y la OFCM; un trozo de su música para El vuelo del águila, con Gordon Campbell y la Sinfónica de Aguascalientes; la ópera Florencia en el Amazonas, dirigida por Patrick Summers.
La inesperada muerte de Daniel Catán, en plena lucidez y dominio de sus poderes creativos, es la más reciente de una ya larga serie de pérdidas musicales, desde Omar Hernández-Hidalgo hasta Rita Guerrero. Algunos de ellos se fueron en tiempo y forma, otros murieron prematuramente o de mala manera, y todos nos duelen por igual. Me pregunto, con fatalismo, si además de vivir cotidianamente ahogados en sangre y mentiras estamos condenados también a quedarnos mudos, sin las voces que en buena medida nos dan sentido e identidad.