Dios no está donde el principal responsable de un gobierno se empeña, ante todo, en darle más poder a los que mayor poder tienenFoto Alfredo Domínguez
no de mis hijos me preguntó un día, angustiado, por qué no creía yo en dios. No recuerdo haber dicho alguna vez algo así como Yo no creo en dios
; pero en algún momento él iba a llegar a esa conclusión dada mi distancia de los rituales eclesiásticos. Mi hijo no me hacía un reproche sino una pregunta tan existencial como muchas de las que hacen los niños.
A tan difícil pregunta, a la que yo debía encontrar una respuesta para un niño de ocho años, pude, no sin igual dificultad, hallar una de feliz efecto para ambos: Tú ya no crees en Santa Claus, ¿o sí?
, le dije. No
, me respondió contundente. ¿Y por qué ya no crees en Santa Claus?
, continué. Ah, porque ya sé que son ustedes (es decir su mamá y yo).
En su respuesta estaba la mía: Es igual: cuando yo tenía tu edad y hasta más grande, creía en dios; pero luego crecí.
Saber o conocer es crecer, que fue lo que sucedió con Adán y Eva, según el relato bíblico. En fin, satisfechos, mi hijo y yo proseguimos con los siguientes movimientos antes de partir hacia su escuela.
El de la divinidad es para los seres humanos tanto una solución a necesidades espirituales, materiales, afectivas, de preservación, de poder, de arrepentimiento, de redención, etcétera, como un problema. En términos generales, la divinidad y el o los seres numinosos que la encarnan son, en unas y otras culturas, el epítome de aquellas conductas que, para cumplir con lo establecido por sus presuntos intérpretes, tienen un telos, una finalidad buena para el individuo y para los demás. Los demás
no quiere decir necesariamente todos, pues siempre ha habido enemigos, herejes, apóstatas y otros sujetos merecedores de un mal fin decidido por el o los dioses. El problema de la divinidad reside en que los humanos asumen a su deidad o deidades (insisto en el singular y el plural, pues en Occidente se ha impuesto una visión de dios que ha llegado al extremo de considerar mitologías a los credos politeístas que la precedieron y a otros distintos del cristianismo, como si del seno de éste hubiera nacido un dios factual y en la práctica no se hubiera reciclado el politeísmo en el culto a los miles de santos y vírgenes de su hagiografía, por lo menos en la vertiente católica) como una externalidad. Pero todas las virtudes que entrañan e inspiran son internalidad estricta del individuo o no son nada. Como decía Gandhi: ¿Quieren saber cuál es mi doctrina? Observen mis actos.
El hecho simple de pertenecer a un credo no es garantía de nada. Si dios es el que castiga, perdona o premia, los seres humanos se ven relevados, en buena medida, de la responsabilidad que esos actos suponen. Es más fácil engañar a los seres divinos que autoengañarse.
En mi teoría, el núcleo elemental de conductas que traducen la idea de dios tiene por eje, además, un valor supremo: aquello que se hace o se deja de hacer respecto a los semejantes para el beneficio de éstos. Sintoniza con el cristianismo, pero su gran diferencia con éste es que prescinde de un dios externo y se define por las decisiones internas convertidas en actos. Lo demás es betún.
Mi teoría de dios puede ser más comprensible si la ilustro con ejemplos contrario sensu vinculados a esa realidad cotidiana que nos golpea a los mexicanos de una a otra parte del país.
Dios no está donde el jefe supremo del Ejército mexicano, al tanto de las bajas civiles causadas por el crimen organizado, pero también por militares y policías, omite ordenar al Secretario de la Defensa que sus subordinados no persigan a los hampones cuando hay civiles (o presuntos civiles) de por medio. Como ocurrió con los dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey y como acaba de ocurrir con el médico naturista Jorge Otilio Cantú en una de las principales avenidas de la capital de Nuevo León, entre muchos otros. Y también ordenarle al personal bajo su mando que no siembre armas en aquellos a quienes victimiza para convertirlos en criminales. E igualmente, la orden de investigar de verdad a los militares que hayan podido cometer actos delictivos y no, como hasta ahora, mantenerlos en la impunidad.
Tampoco está dios en la decisión de un gobernante, católico él, que envía el Ejército a las calles, con la coartada de combatir al crimen organizado, para embozar otras decisiones: la incapacidad del gobierno que encabeza para evitar ese tipo de crimen mediante la elevación de la calidad de vida de la población; la voluntad de concentrar la riqueza en manos monopólicas; la determinación de hacer que la corrupción, la impunidad y la injusticia se vean postradas ante la inexistencia de un Estado de derecho; la de castigar a los que menos recursos tienen para defenderse (parias de las ciudades, indígenas y campesinos pobres, mujeres como las sacrificadas en Chihuahua, trabajadores como los electricistas del SME y los mineros del imperio Larrea, menores desatendidos por el Estado y en consecuencia reclutados por los cárteles o por las fuerzas armadas).
Dios no está donde el principal responsable de un gobierno se empeña, ante todo, en darle más poder a los que mayor poder tienen (los ricos de las listas de Forbes y de Expansión y los que definen las políticas de las grandes potencias).
No está dios en esos sectores sociales que apoyan a quienes determinan el perjuicio de los pobres (la vasta mayoría en países como el nuestro). Y tampoco en los templos donde los sacerdotes que los administran suelen no hacerles ver a los primeros sus acciones contrarias a dios ni a los segundos las causas de su pobreza, de su marginación, de la injusticia y opresión de que son objeto.
Dios, en conclusión, está en nosotros, en cada uno de nuestros actos. O no está.