n esta Semana Santa las informaciones nos traen dos noticias sobre las cuales vale la pena reflexionar sin orden de prelación. Una es la negativa de la Secretaría de Gobernacióón a imponerle sanciones al sacerdote Valdemar Romero, no obstante que el IFE halló evidencias de que había violado varias disposiciones legales. La otra se refiere al viaje del presidente Calderón al Vaticano para asistir a la beatificacióón de Juan Pablo II, el Papa que los católicos mexicanos en un exceso de celo apropiatorio llegaron a llamar el Papa mexicano
, aludiendo a la frecuencia de sus viajes y a los multitudinarios como calurosos recibimientos que se le brindaron desde que por vez primera pisara estas tierras, visitas que se tornaron relevantes, luego, en el proceso de normalización y reformas que actualizara, por así decir, las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado en plena efervescencia del mal llamado liberalismo social.
Los cambios introducidos en el artículo 130 constitucional modernizaron las disposiciones que fijaban en el tiempo situaciones ya superadas, pero quedó en pie, a pesar de todo, la regla de oro forjada con dolor y sangre en el curso de la historia mexicana: la obligada separación entre Iglesia y Estado, la defensa del Estado laico como garantía absoluta de la libertad de creencias que asegura la convivencia civilizada, moderna, de la sociedad. Para la jerarquía eclesiástica que desde la Reforma se opuso al laicismo como un peligroso enemigo, las modificaciones de los años noventa representaron, con todo, una victoria que de inmediato se tradujo en nuevos y más importantes requerimientos en materias claves como la educación pública, los medios masivos de comunicación y, en definitiva, en el acceso a nuevos espacios de la vida pública que la secularización de la sociedad le había arrebatado.
Ya no se trataba de presentarse como la iglesia del silencio
a la que aludía Juan Pablo al compararla con la de su Polonia natal, pero las exigencias prosiguieron sin que necesariamente cambiara el discurso victimista legado por el conflicto religioso que sacudió a la nación al comenzar la institucionalización
de la Revolución Mexicana. Como no podía ser menos, la Iglesia católica mexicana también recibió el influjo de las grandes corrientes renovadoras que pedían cambios en el funcionamiento de la institución, pero sobre todo en la actitud de los cristianos ante la pobreza y la injusticia, a los que –y eso es motivo de otro análisis– los sectores conservadores, con el papa Juan Pablo II a la cabeza, se opusieron sin concesiones. Con todo, para ajustarse a las cambiantes condiciones del mundo, la Iglesia revaloró el laicismo como una premisa compatible, incluso necesaria para la realización de su propio cometido espiritual, pero reinterpretó sus contenidos para afirmar concepciones muy diferentes a los que históricamente el término fue precisando. El asunto ya no es, por ejemplo, que el Estado laico cuide el ejercicio de la libertad de creencias, sino de impulsar la libertad religiosa como un derecho no sujeto a regulación alguna.
El clero aspira, no a la neutralidad del Estado ante el hecho religioso como un asunto perteneciente a la esfera privada de los individuos, sino que reclama la promoción de sus propios valores como principios universales por encima de las leyes y el Estado. Es sobre esa visión particular del laicismo y el Estado laico que se cuelan las conductas irremediablemente contradictorias con el espíritu y la letra de la Constitución que son tan frecuentes desde que el Partido Acción Nacional ganara la presidencia de la República. (No es por molestar a los lectores que descansan leyendo el periódico en sus lugares de descanso que recuerdo a Fox y doña Martha durante alguna visita papal.) Ahora Felipe Calderón dice que va a la beatificación de Juan Pablo por no caer en la descortesía de rechazar la invitación, cuando es obvio que se trata de un acto religioso al que asistirá como jefe de Estado y no como el católico practicante cuyas creencias la Constitucióón protege. En fin, menudencias como éstas debieran hacernos pensar qué hay detrás de la iniciativa de algunos panistas para incorporar el concepto laico
al texto constitucional, sin antes agotar la reflexión acerca de sus posibles sentidos. Es lamentable que por la vía de la complacencia, la Secretaría de Gobernación se haga a un lado en cuanto se trata de aplicar la ley a los ministros del culto que, en nombre de la libertad de expresión, intervienen en asuntos que la Constitución les prohíbe y que lo haga no obstante las resoluciones de los tribunales, en este caso del TEPJF, o las emitidas por instancias como el IFE. Pero ésa es la realidad de un Estado frágil, acorralado por los poderes fácticos, casado con sus fabulaciones y, en última instancia, comprometido con un sueño de poder que contradice la historia de los mexicanos por su libertad y emancipación. Felices vacaciones.