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Marcel Schwob en su biblioteca, circa 1900,
Biblioteca Municipal de Nantes |
Diálogos de utopía
Marcel Schwob
Cyprien d'Anarque tenía alrededor de cuarenta años. Se hubiese enfadado de habérselo recordado. Decía no depender de su edad más que de cualquier otra cosa en el mundo. Alto, enjuto y curtido, tenía unos ojos violentos y el rostro aguileño en el que la sonrisa frecuente se había marcado en los dos hoyuelos de la comisura de los labios. Gran lector de teorías e impaciente ante cualquier contradicción, tenía la religión especial de los que creen en lo que dicen en el momento en que hablan, esta religión que no tiene más que un fiel y que le basta. La fe de Cyprien se había vuelto maníaca. Tenía por su yo una adoración tan pura que le hubiera producido náusea mancharlo al contacto de otro yo; quiero decir con ello al contacto de un sentimiento, una voluntad, una idea, una palabra que no hubiese sido exclusivamente cypriánica. Lejos de buscar parecerse a los grandes hombres mediante ciertos detalles familiares (amor bastante extendido), Cyprien rechazaba todo parecido con horror. Se había disgustado con sus parientes de Anarque para evitar el aire de familia. No podía soportar que le encontraran parecido con ningún otro ser humano.
Se había interesado, primero, en el arte, pero solamente en el que parecía no pertenecer a ninguna escuela. Así, había empezado por admirar a una media docena de pintores, algunos desconocidos, otros de los que sólo se conocía un cuadro, otros más, como el maestro de las semi figuras, del que no sabemos ni siquiera el nombre. Sabía que al activar un resorte detrás de uno de los cuadros de la gran sala del museo de Haarlem, bajo el letrero de la Cofradía San Juan de Jerusalén, se abre una pequeña puerta, como encantada, y que en una habitación secreta se ve una maravillosa santa Cecilia. Conocía en París un Descendimiento de la Cruz, de Wohlgemuth, dos retratos de Cranach, uno de Fra Filippo Lippi, pero no compartía la contemplación más que con sus poseedores. En algunas capillas de Alemania era el único que había descubierto la mano de Schoorl o de Schaüffelin en retablos que nadie ha visto desde hace cuatrocientos años.
Desafortunadamente, uno por uno, sus secretos eran violados; viajeros curiosos, conocedores que seguían una pista, catalogadores de museo, revelaban al público lo que Cyprien había creído ser el único en adorar.
Había pensado entonces en escribir y guardar celosamente encerrados sus manuscritos, copiados con plumas de oro sobre vitela. La poesía le había parecido más propia para ejecutar inimitables trazos de ritmos y palabras. Así, su obra estaba compuesta por volúmenes inmensos en donde todo el orden acostumbrado de las frases estaba trastocado y las frases mismas estaban compuestas, hasta donde era posible, por palabras que ningún otro poeta había puesto en sus versos, dispuestos de tal manera que nadie hubiese podido imaginar hasta entonces. Cyprien se había satisfecho un tiempo con esta singularidad, pero, a medida que leía más, había encontrado, dispersos, escritos antes de él, algunos de sus pensamientos, de sus frases y a menudo sus excentricidades más exageradas. Tanto que, al final, había concluido que, al escribir, siempre imitamos, aun sin saberlo.
Pero, en fin, se había dicho un día Cyprien, si tengo que parecerme a alguien, si es necesario que padezca la misma admiración que alguien, si tengo que pensar, quiéralo o no, como alguien, ¿estoy obligado a actuar como alguien? ¿No soy libre? Y mis padres, mis semejantes, las circunstancias mismas actuando en concierto, ¿no puedo resistir a lo que otro determinaría, ser verdaderamente yo mismo?
El Capitán Escarlata, por Emmanuel Guibert y David B. |
Tal era la manía de Cyprien la mañana en la que vino a verlo, a la hora del almuerzo, su amiga Musaraña. Cyprien d'Anarque estaba sentado a su mesa desnuda en la que había dispuesto monedas nuevas de cinco francos exactamente similares. Su atención se dirigía a escoger una sin que pudiese darse cuenta del motivo que había determinado su elección. Así, la acción había tenido éxito cuando la moneda no estaba especialmente iluminada por un rayo de sol, ni, más que otra, al alcance de la mano, ni situada en un lugar fatídico como uno, tres o siete. Pero tampoco ninguna de estas consideraciones debía haber determinado a Cyprien a no escoger esta moneda sino la contigua. Esta delicada operación no había sido llevada a feliz puerto sino una sola vez en la mañana, y Cyprien fumaba un puro para descansar de su acción libre, cuando entró Musaraña.
–Musaraña –le espetó Cyprien–, no te muevas. ¿Ves estas monedas de cinco francos? Toma una.
–Bueno –dijo Musaraña–. ¿Es todo lo que tengo que hacer?
–No es un trabajo tan insignificante –dijo Cyprien–. Estoy exhausto. ¿Por qué tomaste justo ésa?
–No sé –dijo Musaraña–. ¿Por qué? ¿Está marcada?
–Claro que no, justamente –dijo Cyprien–, es igual a las demás, y es eso lo que es extraordinario. Vamos, busca, recuerda…
–Me fastidias –dijo Musaraña–. Vamos a almorzar. La tomé porque sí, eso es todo. ¡Por Dios, qué insoportables son tus manías! Tienes una nueva cada día.
Esta niña, se dijo Cyprien, es ostensiblemente libre en sus acciones y en sus palabras; digo libre porque ignora los motivos; es libre por ignorancia. Pero para mí, esto no es satisfactorio. Y la miró con admiración.
Lili Jonquille, o más bien Musaraña, tenía veinte años y no se complicaba la vida. Su rostro no era sino un pequeño triángulo de carne pálida y cambiante, sagaz y fisgona. Tenía ojos de oro, manos delgadas con uñas largas, una cintura curvada como el agua que fluye y labios ágiles bajo sus palabras. Leía los folletines, lloraba con todos los dramas, no creía en la medicina ni en la política, admiraba a la vez a los revolucionarios y a los hombres de autoridad, adoraba a los actores cómicos, sabía de memoria todas las canciones de los cabarets de Montmartre e incluso había remplazado una noche a su amiga Cigarra en el Casino des Trottins. Su credulidad igualaba su escepticismo; era a la vez muy susceptible y muy tolerante, muy piadosa y muy cruel. Todo eso dependía del momento y de la gente con la que estaba. Así, creía siempre todos los chismes de su amiga Cigarra, pero alzaba los hombros con la más mínima explicación de Cyprien. Se indignaba contra ciertos criminales cuando leía la nota roja, pero admiraba a otros que se habían hecho guillotinar “valientemente”, sin que pudiesen conocerse muy bien sus razones. Le gustaban los cangrejos de río, los platillos de caza, el conejo y la ensalada, el champán muy espumoso y las cosas fritas. Decía estar segura de reconocer los champiñones comestibles por ciertas marcas. Criticaba los “grandes almacenes” porque uno tenía que “pagar el prestigio”. Sin embargo, tenía fe en algunos proveedores de moda que, por lo demás, no se distinguían por ofrecer buenos precios. En fin, tenía horror de los hospitales, la policía, las arañas y los magistrados, pero no se hubiese perdido ir a ver pasar al presidente de la República.
Musaraña despreciaba a Cyprien y lo adoraba. Lo despreciaba porque no entendía su jerigonza y lo adoraba por no entenderle. El desprecio es la marca de cierta desavenencia. La adoración también. Cyprien no despreciaba a Lili porque ella prefería un sombrero nuevo al más bello cassoni del siglo XIV, pero no la adoraba, pues pensaba que la entendía demasiado bien.
Esta vez, sin embargo, él ya no entendía bien con su infalibilidad habitual. Había llegado, paso a paso, a establecer que el punto más alto de diferenciación con sus semejantes era el ejercicio puramente libre de su personalidad. ¡Y he aquí que él, Cyprien d'Anarque, había llegado a este punto con la mayor de las dificultades, mientras que esta pequeña, a las primeras lo había alcanzado!
Cyprien estaba perplejo cuando entró Ambroise Babeuf.
Ambroise Babeuf parecía un peculiar champiñón con dos puntos brillantes que eran los ojos. Se había dedicado por mucho tiempo a la historia y estaba convencido de que el método de esta disciplina no era científico. Primero, coleccionaba los hechos en las memorias, los periódicos y las correspondencias, según el método de Taine; había obtenido de ello leyes generales. Luego, había tenido ciertas dudas sobre la interpretación de estos hechos. Puesto que todos habían sido relatados por terceros o eran recuerdos personales escritos a veinte años de distancia o el testimonio era una carta: pero una carta está dirigida a alguien, y ¿en general, se dice en ella la verdad? De tal suerte que Babeuf había llegado a no considerar más que los documentos materialmente auténticos: recibos, testamentos, actas de nacimiento y de defunción, reportes judiciales, actas notariales. Pero aquí había surgido una nueva dificultad. Los pergaminos prueban, es cierto, que en tal fecha el hombre en cuestión se encontraba en tal lugar, que tenía tal edad, que había recibido tal suma de dinero y que poseía tales bienes. Pero no nos dan a conocer a la persona misma, y el historiador no podría describirla, ni sabría lo que pensaba. Ahí entonces, precisamente, entraba en escena Ambroise Babeuf, y el tipo que él describía estaba dibujado según la imagen que de él se hacía Ambroise Babeuf. Hasta ahí también llegaba la ciencia, puesto que Babeuf dudaba de Babeuf y se rehusaba a hacer de su yo el criterio de la verdad en historia.
En esa época de su vida, Babeuf, decepcionado de la historia pero confiando aún en los hechos, tenía la costumbre de responder cuando le preguntaban sobre su próximo libro: “Ya no escribo. Si usted quisiera hacerme feliz, deme a copiar en fichas el Diccionario de las comisarías. Al menos ahí hay alguna certidumbre. Hay que hacer fichas. Sí, hagamos fichas.”
Marguerite Moreno y Georges Schwob,
Biblioteca Municipal de Nantes |
La esperanza de que algún conocimiento exacto del espíritu de Babeuf por sí mismo pudiera permitirle interpretar científicamente los hechos había llevado a Ambroise a la psicología, y de ahí, muy rápidamente, buscando una base sólida, a la anatomía y la fisiología, particularmente la del cerebro. ¿Cuál era el elemento de la mente? ¿Era la célula cerebral? ¿Mediante qué procedimientos células que parecían muy poco diferenciadas recibían las impresiones, almacenaban memoria, fabricaban imaginación, voluntad, razón? De manera que Babeuf pasaba la jornada en su laboratorio haciendo cortes de cerebro, seccionándolos, examinándolos en el microscopio. Conocía perfectamente la histología de todas las partes de la sustancia cerebral y la estructura de las células. Pero la célula, para el conocimiento de la verdad, no ayudaba más que un acta firmada o un recibo. Era un hecho que no revelaba una personalidad. ¿Se podía examinar, ir más lejos? Tal vez, pero Babeuf se había convencido de que la ciencia del cuerpo humano, como la de los hechos humanos, tenía límites. Y repetía:
“No encontraremos nada. Nunca encontraremos nada. Pero hay que cortar cerebros. Sí, trabajemos; cortemos cerebros.
–Babeuf –dijo Cyprien–, ¿piensas de verdad que yo sea libre?
–Amigo mío –dijo Babeuf– no es imposible. Vemos a veces singulares monstruosidades. Uno de nuestros mejores cirujanos acaba de operar a un hermafrodita perfecto: lo que prueba que, una vez al menos, la naturaleza no supo decidirse. M. Boussinesq, que es un sabio físico, ha probado que, en ciertas condiciones, los líquidos parecen moverse a su antojo, fuera de las leyes del equilibrio. M. Boutroux, un buen filósofo, cree que las leyes del universo no son completamente absolutas. Y las observaciones de los astrónomos sobre los rayos estelares muestran que el espacio en el que giran los mundos no es rigurosamente conforme al espacio de la geometría: tiene, tal vez, más de tres dimensiones, o menos. Si la geometría no es infalible, ¿por qué tú, Cyprien, no podrías ser libre? Por lo demás, ¿qué importa tu libertad? Serías un ser anormal y punto. Valdría más conocer todas las reglas en su determinación. Sí, ¿ya ves?, hay que trabajar; no es probable que encontremos nunca nada, pero trabajemos, cortemos cerebros.
–No –dijo Lili–, vayamos a almorzar.
–Musaraña tiene razón –dijo Cyprien–. Almorcemos primero: te responderé después, a menos que hablemos de otra cosa.
Traducción de Arturo Gómez-Lamadrid
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