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Ricardo Bada
El tren de la memoria
Pasó por Colonia, “el tren de la memoria”, y acudí a la Estación Principal, para visitarlo.
Es un tren de tres vagones viejos, tirados por una locomotora de vapor, y que alberga en su interior una exposición relativa a los miles y miles de niños y adolescentes judíos y gitanos, o hijos de opositores al régimen, que los sicarios de Hitler estuvieron enviando a Auschwitz casi hasta el último día antes de la liberación del campo por el Ejército Rojo.
Fueron decenas de miles, de muchos de los cuales no se sabe nada, desaparecieron sin dejar rastro. Este tren organizado por varias asociaciones alemanas (a las que a regañadientes, pero para no hacer mala letra, los Ferrocarriles Alemanes han cedido un espacio en sus estaciones y en sus trayectos, a fin de que el tren se pueda trasladar de un sitio a otro y ser mostrado al público) cumple la finalidad de atraer el interés del alemán de a pie, a ver si se consigue recabar y rescatar datos de muchos de esos niños y jóvenes.
Yo llegué al andén 1 de la estación y avisté el tren a la derecha, entre la catedral y el río, teniendo al fondo un bello cartel con un autorretrato de la inalcanzable Paula Modersohn-Becker, de quien el día anterior se había inaugurado una exposición en el Museo Ludwig.
Había una cola densa. Miré el reloj y fui haciendo cálculos mentales de la cadencia de admisión de visitantes durante media hora, a intervalos de cinco minutos, y llegué a la triste conclusión de que aún tendría que esperar hora y media antes de poder acceder al interior del tren y ver la exposición, y eso mi espalda (con mis malditos problemas de columna) no está en condiciones de resistirlo. Así es que me puse a hacer todas las fotos posibles y a recabar todo el material asequible, porque quería escribir algo al respecto. Lo estoy haciendo.
Ya lo iba pensando en el tranvía, camino a la estación, cuando a mi lado se sentó una madre de unos cuarenta años con un niño de diez y una niña de cuatro o cinco. Casi no hablaron en todo el trayecto, y algo me dijo que los estaba llevando a la exposición. Así era: me los volví a encontrar en la cola y nos sonreímos levemente, en señal de reconocimiento.
Por cierto que antes de salir de casa había telefoneado a mi hija Montserrat para preguntarle si le parecía bien que pasase a buscar a Paul y Oskar, mis nietos mayores, para llevarlos conmigo. Me contestó muy decidida que no, e imagino por qué: aún recuerdo su cara atormentada el día en que los dos visitamos juntos, y solos (el resto de la familia estaba de vacaciones en España), la casa de Anna Frank. Creo que aquella ha sido una de las impresiones más fuertes en la vida de Montse, por la misma edad de Anna el día que visitó su escondite cerca de la Westerkerk.
Lo he rememorado esa mañana en el andén de la estación de Colonia, estando yo al final de la cola, y viendo allá delante los jirones del vapor que exhalaba la locomotora, poniendo una nota como de postal antigua en el espectáculo.
Y he pensado también en lo admirable del pueblo alemán, uno de los muy pocos (para no decir el único) que ha sabido enfrentarse a la parte más negra de su historia y no tratar de esconderla bajo la alfombra. Y he pensado además en la gente que cuando llegan ocasiones como ésta sabe que, pase lo que pase, tiene que hacer acto de presencia. Es un deber que se siente en lo íntimo, y que exige ser cumplido. En mi caso está muy claro, pero esa madre del tranvía, con los dos hijos, debe haber nacido en el '68. ¿De dónde le vendrá a ella su exigencia íntima?
Nota: algo que me ha impresionado muy dolorosamente es una tarjeta postal, reproducida en un cartel, y cuyo texto dice, traducido: “Mis queridos padres, me encuentro justo en camino a Auschwitz. No creo que nos volvamos a ver, pero trataré de no perder el valor. Que estéis bien de salud, y con cariñosos saludos y besos, vuestro infeliz Helmut.”
Esta postal la arrojó el niño Helmut Goldschmidt desde un tren en marcha, y logró llegar a quienes deben ser sus auténticos destinatarios: a nosotros, pienso, y ojalá no me equivoque. |