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Del ludópata, sus ensoñaciones
El verdadero deporte nacional de los mexicanos no es el futbol, por más que la televisión ha hecho de corretear la pelotita estandarte y pingüe negocio, sino jugar a la lotería, a la que hemos jugado prácticamente todos, incluidos los que no nos gusta el futbol y hasta los niños, porque siempre hubo el tío que regalaba, en lugar de juguetes o por lo menos dinero en un sobrecito, un billete (no más de uno a cada integrante del sobrinazgo) del gordo en Navidad o Reyes, acompañado con dedo aleccionador, ceja levantada y aire pontifical de la conseja: si te sacas el premio, acuérdate de compartir. La chucha, vaya, si me lo sacaba me lo gastaba enterito en juguetes y golosinas, importándome un pito el qué dirían. Nunca me lo gané y todavía no soy diabético, aunque esté a punto con esta cuarentona timba que cargo.
La Lotería Nacional es presencia recurrente en la televisión. Los sorteos que posteriormente surgieron en el organismo gubernamental descentralizado de Pronósticos Deportivos enriquecieron la oferta destinada a un país que siempre ha estado enamorado de los juegos de azar. La cosa se vuelve de veras interesante cuando importa dinero en lugar de los frijolitos con los que apostábamos jugando póquer y viuda en casa de la abuela.
Vieja, ya me vi, rezaba hace poco un anuncio del sorteo Melate, al que este gordo escribidor es adicto y se ha pasado media vida viéndose desde más o menos 1988, que es cuando se empezó la oferta en México de este juego de números, propenso a acumular bolsas descomunales de muchos millones de pesos. Las bolsas acumuladas hasta no hace mucho se llamaban, como se llama en lenguaje coloquial nuestro esa clase de progresivas y suculentas acumulaciones, “pollas”. Quién sabe a qué obedeció el cambio, reflejo de ecuanimidad filológica tal vez solidaria con la corrección política de países como España, donde “polla” significa muy otra cosa que bien puede ser sujeto de festivas interpretaciones, según por dónde y cómo se viva la vida, pero eso es ya materia de sicalípticas conjeturas ajenas al tema que nos truje.
Uno ve los anuncios e invariablemente el cerebro se va por la libre, entra en frecuencia de ondas alfa o un estado muy parecido a la pachequez y de pronto está, como Carroll con su pipa de quif, del otro lado del espejo, y manifiesta una súbita ardicia de proletariado reivindicador: ora que me la saque (la lotería, no sea usted indecente) lo primero que voy a hacer es decirle al jefe que se meta su trabajito por el; o un desvanecimiento de fervor patrio aunque apenas el mes pasado anduviéramos, enripiado de tequila el desamparo, gritando viva México, cabrones: mejor no le digo nada a nadie y me largo a vivir a otro país menos bicicletero que; o brota la mejor Jaqueline Cascorró que todos llevamos dentro: me voy a comprar un carrazo de cada color, siete, uno para cada día de la semana para que todos los jodidos envidiosos se mueran de hepatitis verde. Entretanto, hipócritas, siempre deseamos a quienes hacen fila en el mismo expendio de billetitos de la Lotería o del Melate la mejor de las suertes (pero llevando en el corazón el acre pensamiento: “suerte, sí, pero para que se saque usted del segundo para abajo, porque el primero debería ser de nadie más que mío).
Como si falta hiciera, ahora hay otra suerte de Melate, pero cuyos estupendos beneficios no son, tal que rezan Lotería y Melate, para la asistencia pública, sino para seguirle llenando los cachetes de dinero al dueño de una de nuestras (¿nuestras?) poderosísimas televisoras privadas. Pero esto a la gente, desde luego, no le importa. Lo que uno quiere es ganar. Y confieso que un par de ocasiones he ganado. No mucho, pero dos veces ha sido más que suficiente, la primera para que no nos botaran las monjas de un hospital privado a la calle a mi mujer, a la recién estrenada Cachetes de hamburguesa y a un servidor por no tener para pagar la cuenta de la maternidad, y la segunda para campear, por unos centímetros, los amenazantes embates de los bancos y sus pitones de tarjetas de crédito con que ellos, los señores banqueros siempre atentos, siempre solícitos en el trato a sus víctimas, digo, clientes, están siempre dispuestos a despanzurrarnos, digo, a incentivar los motores de producción y consumo nacionales.
Así que no me puedo quejar. Que vengan más anuncios en la tele. Más programas de concursos. Más promesas del Vellocino de Oro. Yo ya sé a qué le tiras cuando sueñas, mexicano. Suerte de dé dios, y que el saber poco te importe.
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