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Juan Domingo Argüelles
Ética y poesía
Si quisiéramos plantearnos una disyuntiva realista, pese a todas las dificultades que conlleva una respuesta concluyente, ¿qué sería menos malo: un mal poeta que es “buenísima persona” o un excelente poeta que es “malísima persona”?
En cuestiones de ética y de estética, según lo que nos convenga, los poetas y, en general, los escritores, nunca logramos un acuerdo. En realidad, esto ocurre con la mayor parte de la gente que compone eso que se ha dado en llamar el medio literario, a la cual algo le va en esta disyuntiva que no por ser un tanto equívoca deja de ser bastante decisiva para los lectores y para el poeta mismo.
Hay quienes sostienen que la literatura no tiene nada que ver con la ética, mucho menos con la moral; que todo el asunto se reduce a que una obra esté bien o mal escrita. Siendo así, el asunto se vuelve en extremo descarnado. ¿Cómo desinteresarse de la moral en aras o en nombre de la literatura, como si de una abstracción se tratara? Si las cosas que hacemos contienen, de alguna manera, nuestro espíritu, contendrán asimismo nuestros gustos, preferencias y convencimientos, incluidos nuestros conceptos éticos o amorales y, posiblemente, incluso inmorales. El asunto entonces no parece tan simple, antes por el contrario es extremadamente complejo.
En una deducción lógica no exenta de justicia poética, podríamos casi alcanzar la certeza de que ningún libro puede ser mejor que quien lo escribió, pues en un libro un autor incluye no solamente sus convicciones, emociones e ideas, sino en general, su espíritu, que ha de abarcar por fuerza sus defectos, flaquezas y acaso sus mezquindades. Es obvio que la poesía no es en ningún modo ajena al ser humano que la produce.
Creer en la escritura únicamente como un lujoso artificio es por lo menos una curiosa ingenuidad. El gran Ramón Gaya lo dice del modo más lúcido y menos rebatible: “el arte y la vida no son dos cosas, sino una”, y en este sentido, dicho también por Gaya, un libro no es un “lugar de trabajo”, sino de vida. El poeta escribe un libro y, al mismo tiempo, refleja su existencia en ese libro: sobre esas páginas que nunca son abstractas, que siempre son concretas, vivas, palpitantes, si son auténticas, verdaderas.
Jugar a escribir poesía puede ser un pasatiempo bastante divertido y nada censurable, pero la poesía no es únicamente juego y, casi por lo general, nunca es sólo un juego. Eloy Sánchez Rosillo lo dice de modo extraordinario: “La poesía no debe adelgazar hasta caer en la anorexia y quedarse en los puros huesos, como en la época de la poesía pura o en los minimalismos, misticismos de pacotilla y demás ocurrencias macrobióticas actuales. Hay que dejar sobre el papel al ser vivo completo, a la criatura entera, y no sólo el esqueleto de la criatura.”
Si la poesía es, ante todo, creación, esa creación incluye al ser humano completo. Por ello, la verdadera poesía siempre tendrá en su ímpetu esa ética, esa moral que no puede ocultar jamás la auténtica realidad de su creador. Hay quienes arguyen sin más que la literatura no es moral y que, por tanto, no vale la pena traer a cuento la presunta bondad personal de un escritor, sino que lo fundamental es que nos mejore con su obra artística, que siempre será más importante, para la humanidad, que su buen comportamiento. Sin embargo, el “buen comportamiento” (sea cual fuere, desde un punto de vista obvio) también exige una estética poética. Por muy gran poeta que sea un canalla, será siempre menos poeta en tanto más canalla sea.
Desde luego, el problema sigue siendo el mismo, tanto para la ética como para la estética: ¿nos mejora, es decir mejora a la humanidad, un gran poeta que es malísima persona? O bien, preguntado de otro modo: ¿cómo una malísima persona puede ser, a la vez, un gran poeta que mejore a la humanidad? ¿Es esto siquiera posible? En el ámbito de la filosofía, muchos son los que han abordado este problema, y muchos más serán los que prolonguen este abordamiento, pero en el ámbito de la poesía misma el problema está casi zanjado con las palabras de Jaime Sabines: “¿De qué sirven los poetas? Sirven, como en el mito se Sísifo, para subir la roca que ha de caerse, para sacar la flor de las cenizas, para arrojar del corazón del hombre el desencanto.”
Releído lo anterior, es obvio que ningún canalla puede ser el gran poeta que saque la flor de las cenizas y sea capaz de arrojar del corazón del hombre el desencanto.
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