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Woyzeck
Pensémoslo como un paso natural: tras un par de tentativas ganadas por el deseo incontenible de oponerse al status quo (El pasatiempo de los derrotados, Fe de erratas), y una puesta exitosa basada en un texto toral que lo consagró como un formalista hábil y obcecado (Esperando a Godot), Agustín Meza acomete una empresa mayor que le permite seguir distanciándose del naturalismo en general y de la poética realista en particular, para proseguir su indagación en la imagen, en el juego de planos, en las posibilidades múltiples del espacio. Su revisión del Woyzeck, de Büchner, con temporada en el Teatro Salvador Novo del Cenart, supondría la confirmación de una apuesta por lo textual como plataforma de una reescritura, buscando resignificar, con las herramientas de quien ha desarrollado su perfil de director a la par del aguzamiento de su intuición, los pasajes reconocibles de una dramaturgia clásica.
Y es que no hay, decididamente, paradigma más elocuente de una escritura contemporánea y fragmentaria que la de Büchner. O quizás valdría la pena especificar: lo que en buena medida confiere al texto de Büchner su carácter contemporáneo es su esencia fragmentaria. Y no nos referimos al hecho, por todos conocido, que vincula la anécdota de la creación con el final abrupto de una biografía intensa: Woyzeck no es fragmentaria porque Büchner no haya legado una versión definitiva de su obra, dejando vía libre a las especulaciones sobre la estructura "verdadera" de la sucesión de sus eventos. Woyzeck encarna una escritura fragmentaria en tanto que apuntala la idea, con su mera confección, de que todo ha sido dicho, de que la literatura no podrá nunca trastornar la realidad, sino, muy apenas, acotar algo respecto a lo que la existencia en sí tiene de irrepresentable (Derrida dixit); de que el sentido ha de hallarse, si acaso puede hallársele, en las comisuras del lenguaje, en los vestigios que sobrevivan a la explosión rotunda de lo que suele entenderse por unidad. En Büchner, entonces, tendremos la oportunidad de vislumbrar una y otra vez la ambigüedad del absoluto, el triunfo de la sugerencia sobre la exposición, el predominio del balbuceo y el tropiezo ante la grandilocuencia imposible de lo preciso. Anticipando más de un siglo de estudio y teoría, el médico de Goddelau dejó dicho, antes de que una tifoidea lo cegara en los días de su mocedad, que en la relación de la sociedad occidental con todo aquello que categoriza bajo el apelativo de Lo Otro y de Lo Minúsculo, tan desconocido y tan vilipendiado por ende, se halla buena parte de los cimientos de una conciencia crítica.
Pero es precisamente porque Meza entiende lo fragmentario como la distorsión de la linealidad del relato, y nada más, que su puesta en escena se percibe malograda en lo que toca a su trasunto. En el subrayado excesivo de la "diferencia" (con un personaje titular, incorporado por Tomás Rojas, que construye su desquiciamiento desde lo exterior, incurriendo incluso en el cliché del desequilibrado mental), Agustín no puede sino dibujar con pulso errático una versión intrascendente de una historia clásica. Su Woyzeck, desprovisto de aliento épico y del rigor de un estudio profundo de caracteres y arquetipos, es entonces lo que también podía adivinarse en un ejercicio apriorístico: la oportunidad de proseguir con su línea de preciosismo visual, de consolidar una estética pulcra y personalísima. Y allí debemos reconocer que su talento es innegable; en confabulación con el diseño lumínico de Blanca Forzán, Meza se solaza en la construcción de atmósferas a partir del color y la intensidad, juega con los planos y las texturas (el agua, el aserrín, el metal) y consigue componer cuadros plásticos de belleza indudable. El asunto es que este constructo formal no tiene correlato de fondo: ni Tomás Rojas como Woyzeck, ni Ireli Vázquez como Marie, ni Alberto Gallardo como el Tambor Mayor, ni nadie salvo Llever Aíza y Mario Balandra construyen una ficción actoral sólida; pareciera que no habitan las imágenes que el director ha diseñado con tanto esmero, lo que convierte al montaje en una sucesión de retablos más que en una progresión dramática en sí. Viendo el desfase tan amplio entre forma y fondo, cabría cuestionar por el rol que el fulgor falso de la intuición, antes que el ingenio, ha jugado en el diseño de la puesta.
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