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VER CINE EN MORELIA (I DE IV)
LOS CORTOS Y UN CORTO
Atraído por la fuerte, para muchos irresistible luz que emanan los largometrajes de estreno y la presencia de buen número de filmes de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, en Morelia Muchagente soslayó los cortometrajes y los documentales mexicanos en competencia; paradoja tanto más enojosa cuanto ese par de secciones son, por cierto, el origen, la base y en buena medida la razón de ser del Festival.
Casi nunca un cortometraje tiene posibilidades para el relumbrón, salvo que venga precedido de una retahíla de premios internacionales. Entonces sí, Muchagente se acuerda de este género cinematográfico, habla muy bien de él, se enorgullece y blande esa chocantísima expresión según la cual el nombre de un país "queda muy en alto", como si se tratara de haber subido a un podio deportivo.
POR LOS FUEROS
Escena de Morir de noche |
Dispareja e imprevisible, la calidad del cortometraje mexicano parece tener ciclos que, salvo un desfase quizá provocado por la temprana incorporación de algunos de sus miembros a tareas profesionales, están estrechamente aparejados con el egreso de los estudiantes de las que siguen siendo las dos únicas escuelas de cine en México de las que puede sostenerse que de sus aulas sí salen cineastas; es decir, claro está, el CUEC y el CCC. Si esos ciclos son ciertos, en este momento y felizmente nos encontramos en una cresta y no en un valle, a juzgar por la calidad que, en general, se ha visto en la selección hecha para Morelia.
Precisamente del CUEC es Rubén Montiel, director, guionista y coproductor de Morir de noche, que forma parte del robusto programa de cortometrajes en el Festival de Morelia. Después de sus primeros trabajos –Un mal trazo (2001), Proyecto vial San Antonio (2003) y Largo viaje (2004)--, Montiel afinó sus todavía estudiantiles bártulos y se atrevió a lo que, dentro de los parámetros del cortometraje, bien puede ser considerado como largo aliento. Redondeando cifras, en media hora Montiel despliega la suficiente pericia para no naufragar, como pudo haberle sucedido, en el mar de lugares comunes y obviedades disfrazadas de alto drama implícitos en la elección de uno de los temas recurrentes del cine y la literatura: la ausencia del padre.
Quizá consciente de que, con un tema visitado y revisitado como éste pocas posibilidades de éxito cabía autootorgarse si hubiera pretendido alguna osadía argumental –que más bien hubiera sido percibida como extravagancia-- o demasiada pirotecnia formal –que no habría aportado sino barroquismo innecesario--, el director decidió transitar por el camino apacible del planteamiento lineal para una historia que también lo es: ausente durante más de la mitad de la vida de su primogénito, el padre (Abel Woolrich) vuelve de manera inopinada y lo hace con la carencia como signo, pues a su miseria económica y material añade una total falta de explicaciones pero también de culpabilidad. No ha vuelto, de hecho, movido por ningún ánimo reconciliador, sino a lo que, según la sabiduría popular, vuelven los elefantes al lugar de donde son.
Cabía esperar, como sucede en la historia, que a su vez el hijo (Gustavo Sánchez Parra) se ha convertido en padre, de modo que el conflicto retrospectivo traducido en reclamos a su progenitor se contamina por la reflexión acerca de quién y cómo es él mismo a la hora de jugar el papel de padre. Una pregunta del que ha vuelto lo resume: "¿A poco tú le das a tu hija explicaciones de todo lo que haces?"
No obstante, aunque eso sí con el mérito de haber evitado una melodramatización que amenazó toda la historia, Morir de noche es a fin de cuentas el relato de una reconciliación filial, simbolizada en la entrega de una única, espontánea y mínima herencia otorgada justo antes de que la muerte se vuelva a hacer presente ahora en la humanidad del padre –poco antes lo hizo en la de un amigo, vecino y padre sustituto. La película abre y cierra con la imagen del hijo, guitarrista como lo fue el padre, tañendo su instrumento en lo que al mismo tiempo es homenaje, asimilación ahora sí entera de su nuevo rol vital y toma de estafeta.
Otra osadía de la que el director sale bien librado es la que implicó trabajar con dos actores cuya capacidad pudo superarlo para mal, y que aquí, evidentemente, fue puesta al servicio de un buen nivel dramático: el ubicuo Gustavo Sánchez Parra y el recientemente fallecido Abel Woolrich, mismo que posiblemente tuvo en ésta su última aparición fílmica y en la cual –paradojas de la mutua y constante imitación entre vida y arte--, por voz del personaje habla de su muerte inminente y del sentimiento que le provoca.
(Continuará) |