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JAVIER SICILIA
LA GRANDEZA DE SAVONAROLA
Desde pequeño admiré siempre a Girolamo Savonarola (1452-1498). Contra lo que el anacronismo histórico y el juicio de la Iglesia institucional suelen ver: al puritano intransigente cuyos excesos en Florencia lo condenaron a la herejía, la excomunión, y la hoguera, yo miré siempre en él al rebelde y al profeta fiel al alma de la Iglesia.
Savonarola no sólo fue un genio de la retórica, un buen teólogo (treinta y dos volúmenes han sobrevivido de su obra), un penetrante lector de las Sagradas Escrituras y un profeta del gobierno popular cuya predicación y actividades en Florencia lastimaron tanto los intereses de los Medicis que el papa Alejandro vi terminó por humillarlo y ejecutarlo; fue también un hombre que al mismo tiempo que vio en la Iglesia el nido del mal, fue obediente a ella.
Es verdad que muchos como él vieron esa realidad. Sin embargo, lo que caracteriza la mirada del dominico es que detrás de la vida viciosa de Alejandro vi y de la compra que había hecho del papado –formas aberrantes de la vida moral que han constituido siempre la crítica a la Iglesia–, Savonarola veía un género de mal más terrible: la inversión del espíritu de Cristo, el poder que, desde que la Iglesia se volvió institución, se ha asentado sobre su cuerpo pobre y desnudo, malversándolo.
Quizá, como lo ha mostrado Illich al hablar de él en su último libro, los gestos más hermosos y perentorios de esa crítica y de esa fidelidad al espíritu de la Iglesia sean, no tanto su actividad política y sus denuncias teológicas, sino los que hizo al final de su vida. Encarcelado durante cincuenta días y torturado para que abjurará de que era un profeta de inspiración divina –base de la acusación de herejía–, Savonarola no descuida su vocación: con el brazo roto y la piel destrozada dicta dos interpretaciones de los Salmos que inspiran las reformas que más tarde intentarán los dominicos en España. Durante la misa que precede a su ejecución habla de su infinito sufrimiento por haber abjurado: "Me retracto; mentí por temor al suplicio, y quiero que esto se proclame. Que la inmensidad de mi pecado se disuelva en la inmensidad de vuestra piedad." A sus dos amigos, condenados junto con él, les dice por turno: "No somos dueños de nuestra muerte. Seamos dichosos si podemos morir de la muerte que Dios nos asigna." "Esta noche se me reveló que quieres gritar nuestra inocencia. Jesús en la cruz no lo hizo. Tampoco lo haremos nosotros." Al entrar en el camino que los lleva al cadalso, dos dominicos delegados por el general de la orden para quitarle el hábito, lo aguardan: "No se lo daré –les dice–, pero ustedes pueden despojarme de él." Unos pasos más adelante, ante al enviado especial del Papa que le lee la condena que concluye con su exclusión "de la Iglesia militante y triunfante", responde: "Puede excluirme de la Iglesia temporal, Señor; únicamente de ella. No tiene poder para decretar el segundo punto." Un paso más, casi a punto de llegar al cadalso, el inquisidor que los había torturado los aguarda para otorgarles la gracia de una indulgencia plenaria mediante la cual el Papa suspende el castigo del Purgatorio. "El decreto –dice Illich– culmina la locura, no de Savonarola sino de la misma Iglesia, con esta pregunta: ¿Aceptan?" Esta vez no hubo palabras. Los tres dominicos inclinaron la cabeza y entraron en la muerte.
¿Qué significa este silencio, la última y más elocuente respuesta de Savonarola? Quizá, como el propio Illich lo dijo en un texto muy anterior, sea la respuesta de la Pietà. Un silencio, que no es el de la aceptación viril que se enraíza en la obediencia, sino uno que, como en la muerte de Cristo, está más allá de cualquier respuesta, el silencio de "la aceptación sin frustración de una vida inútil, un silencio de impotencia deseada a través de la cual se salvó el mundo" en Jesús, una inmensa y hermosa paradoja en la que está contenida toda la rebeldía en la adhesión.
El último silencio de Savonarola resuena como un desafío a estos tiempos miserables, el desafío que desde la Encarnación los locos y bufones lanzan a la imbécil racionalidad del poder y del cálculo que una Iglesia extraviada le heredó al mundo de hoy.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-cm del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro y liberar a los presos de Atenco.
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