Raúl Sandoval y Juan Rulfo
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Raúl Sandoval y Juan Rulfo
Mujer en la cosecha de tabaco. Foto: Juan Rulfo, que podría haber ilustrado un artículo sobre el tabaco en la revista de la Comisión del Papaloapan |
Entre el verano de 1954 y noviembre de 1956, esto es, durante más de dos años, la vida de Juan Rulfo quedó marcada por la presencia y las actividades del ingeniero Raúl Sandoval Landázuri (1916-1956), vocal ejecutivo de la Comisión del Papaloapan desde 1953, al inicio del sexenio de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958): en 1954 el novelista acababa de entregar el mecanuscrito de Los murmullos al Centro Mexicano de Escritores (hacia julio) y el de Pedro Páramo al Fondo de Cultura Económica (hacia septiembre) y se encontraba ante dos retos que eran como dos vacíos semejantes a las barrancas que el ingeniero Sandoval contribuía a superar y a unir gracias a la construcción de puentes carreteros y a otras obras de ingeniería dignas de admiración aún hoy: la ausencia de un sustento económico (concluida la beca del Centro) y la necesidad de (concluida la gran novela) abastecerse de nuevas experiencias, imágenes, voces, lecturas, trato humano, realidades, con la mira puesta en proyectos literarios y fotográficos y en un mejor conocimiento del México profundo, especialmente ese México que tanto lo atrajo y le importó: el de Puebla, Oaxaca, Veracruz.
La oportuna invitación del ingeniero Sandoval le planteó la posibilidad de resolver los dos problemas con un solo trabajo, el de asesor e investigador de campo en una zona donde para entonces ya vivía más de un millón y medio de habitantes, la mayoría de raíz mixe o de alguno de los otros orígenes indígenas, centenarios, milenarios, asentados en la región: aquel viajero, excursionista, fotógrafo, historiador y antropólogo natos que fue Juan Rulfo, debió sentirse contento de alejarse de oficinas como las de Gobernación en la capital del país, donde laboró entre 1936 y 1947 con esporádicos viajes y estancias en otros puntos, y de empleos poco gratificantes en la "industria pesada", así como de un medio literario que, en trance de volverse un sistema, una burocracia y una industria, muy pronto habría de abrumarlo con las rencillas y las envidias típicas de todos los aparatos de poder.
Las tres semblanzas que se incluyen en este mismo suplemento nos aclaran por qué Rulfo encontró en la injustamente olvidada, o al menos insuficientemente reconocida figura de Raúl Sandoval, un camino para acercarse al tipo de vivencias que de verdad nutrían su quehacer literario y fotográfico: hombre muy bien preparado, inteligentísimo, creativo, honesto, culto, claro, valeroso, Sandoval era para Rulfo, como lo sería años después su propio sobrino, el ingeniero agrónomo Felipe de Jesús de la Fuente Pérez Rulfo, también desaparecido joven en circunstancias dramáticas, el modelo de persona que el país y nuestra América necesitaban para salir adelante frente a condiciones concretas de atraso, de pobreza y de una geografía hermosa y variada pero difícil, desafiante.
Gracias a Raúl Sandoval, Rulfo trató a otros dos enormes ingenieros del siglo xx mexicano: el legendario Javier Barros Sierra, cuyas conmovedoras líneas sobre el amigo recién desaparecido curiosamente rematan con la referencia a un autor, Rainer Maria Rilke, fundamental en la escritura de Rulfo, y Gerardo Cruickshank García, años después subsecretario de Recursos Hidráulicos y más tarde vocal ejecutivo del Vaso de Texcoco por muchos años, prácticamente hasta poco antes de su fallecimiento en el verano de 2006.
La repentina muerte de Raúl Sandoval el 13 de noviembre de 1956 es un hito en la biografía de Juan Rulfo tanto como en la ingeniería mexicana. Por desgracia, se trata de una pérdida para la cual no existe instrumento de medición. Sabemos, eso sí, que quedó trunco un proyecto de revista que habría dado a nuestro escritor y fotógrafo, en calidad de director, una ocupación intensa y productiva en aquellos años que se le volvieron tan arduos por la necesidad de buscarse vías propias como artífice y como padre de familia, en el marco general de una recepción de El Llano en llamas y de Pedro Páramo a un tiempo clamorosa y recelosa. Aquella muerte del 56 debió remitirlo a otro noviembre, el de 1927, cuando murió María Vizcaíno de Pérez Rulfo, y a junio de 1923, cuando un mexicano más, un padre denodado y valioso, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, cayó asesinado por la espalda. El novelista tardó alrededor de seis años en encontrar una responsabilidad que al menos en parte le restituyera uno de los beneficios que la muerte de Raúl Sandoval le arrancó de golpe: en 1962 ingresó como editor de libros de antropología e historia en el Instituto Nacional Indigenista, gracias a otro mexicano ilustre, Alfonso Caso.
Raúl Sandoval merece incorporarse a la lista de quienes, como Rulfo y Caso, de verdad se han interesado en las comunidades indígenas y han hecho por ellas aportaciones tangibles, significativas.
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