Tenemos ya una perspectiva del
significado que
ha tenido el fin de una era marcada por el enfrentamiento de dos
sistemas políticos: capitalismo y socialismo. La caída
del muro de
Berlín, el 9 de noviembre de 1989, fue símbolo
inequívoco de un cambio
decisivo.
El
5 de marzo de 1946, Winston
Churchill describió la división de Europa y, en efecto,
del planeta
entero al final de la Segunda Guerra Mundial. Desde el Báltico
hasta el
Adriático, sentenció, "una cortina de hierro ha
descendido a través del
continente". El mismo Churchill preveía que la Rusia
soviética deseaba
expandir de manera indefinida su poder y doctrina.
Poco
más de cuatro décadas después ese imperio se
colapsó y con él la
estructura social e ideológica que había prevalecido en
el mundo y una
de cuyas marcas físicas era la partición de Alemania. El
capitalismo se
erigió como el sistema dominante, el poder se concentró
esencialmente
en un solo polo y la ideología del libre mercado arrasó
con las
pretensiones de la planificación estatal centralizada.
El
entusiasmo por la caída del muro se expresó de varias
maneras. Una muy
elocuente ofrecía a la población que había vivido
detrás de la Cortina
de Hierro que con la implantación de la economía de
mercado se llegaría
como postuló en 1993 Michael Mandelbaum, del Consejo de
Relaciones
Exteriores de Nueva York "al otro lado del valle de
lágrimas que está
iluminado con el sol de la libertad y la prosperidad occidentales".
Tres lustros después, todas las bellas hipótesis del
bienestar
socialista o del que llegaría con el mercado suelen, como bien
dijo
Thomas Huxley, ser desmentidas por los feos hechos.
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