La música es balsámica
Wynton Marsalis y Carl Vigeland
El escritor Carl Vigeland recibió una encomienda
editorial digna de Truman Capote: acompañar a Wynton Marsalis y
su septeto a una gira por varios puntos de su país, que culminaría
en el Village Vanguard de Nueva York, esa meca por antonomasia de la cultura
del jazz. El resultado es el libro titulado El jazz en el agridulce
blues de la vida, que da a conocer ediciones Paidós en México
y gracias a cuya autorización reproducimos, para nuestros lectores,
uno de los fragmentos en cursivas de ese libro, recurso para reconocer
la autoría del trompetista Marsalis, coautor del libro junto con
Carl Vigeland.
Era por la tarde, se olía el perfume del campo,
el sol empezaba a ponerse y, dondequiera que miraras entre el público,
veías una mujer hermosa.
Y te mentiría si te dijera que las mujeres hermosas
no te hacen tocar mejor. O intentar tocar mejor. Pero no sólo las
mujeres. El presentador, por ejemplo, que llevaba semanas preocupado por
el tiempo que haría hoy. La dulce abuelita que te regala unas galletas
caseras y pide que toques algo de Harry James. Tienes a tu mujer, tu presentación,
a tu abuelita. El ambiente, realmente animado. Desfilamos hacia la plataforma.
Desfiles y picnics, un escenario, un día de verano, los chicos de
la banda. Me encantó, me encantó de veras. Podrían
quitarnos todo lo demás y dejarnos sólo el placer de tocar.
¡Dios, somos de Nueva Orléans! Sabemos un montón sobre
picnics y desfiles. Y de las cosas dulces, y de blues. Y de hacer el amor
y de bla, bla, bla...
El mundo es un lugar difícil. Lo es, lo ha sido
y siempre lo será. Pero, sabiéndolo, puedes encontrar mil
maneras de conseguir que la gente sea más feliz y se alegre de lo
que todos juntos estamos haciendo aquí. Puede que se trate de dar
simplemente los buenos días o las gracias, o de mirar a alguien
a los ojos. No necesito lo que odias. Dame lo que amas. Y, si esto te resulta
un problema, dame al menos lo que quieres.
Me
gusta escuchar el sonido de los trenes por la noche, chirriando por las
vías y oír cómo cambia el tono de sus pitidos mientras
van de no-se-dónde a vete-tú-a-saber. Hace que me sienta
niño otra vez. Me gusta la ternura de un beso inocente que empieza
como un interrogante y acaba en el crescendo de un signo de exclamación.
Me recuerda mi adolescencia. Me gusta igual que la leche tibia con miel
que envuelve mi lengua y todo lo que encuentra a su paso mientras baja
por la garganta y me reconforta como una manta suave en invierno. Puedo
volver a ser un bebé en los brazos de mi madre. Me gustan las románticas
siluetas que dibuja la luz de la luna en el techo y las paredes de las
habitaciones donde duermo, no importa dónde sea, en San Antonio,
en Seattle o en Boston, las sombras que bailan con su ritmo sincopado y
que conocen la historia interminable de cada estancia. En ese momento,
soy un hombre.
Adoro la carretera. Para mí no supone ningún
esfuerzo actuar en público. No lo siento como una obligación.
Adoro salir ahí, cada noche, y lanzarme de cabeza al swing con
la banda, con la gente que viene a escucharnos. Espíritu de equipo,
estilo y dar en el clavo, eso es el swing. Y, cuando lo pruebas,
siempre quieres más.
Cuando estás de gira, tocando en ciudades de todo
el mundo, cada actuación te recuerda todas las otras veces que te
has subido al escenario ante el público. Es igual que cuando te
mudas de una casa a otra, recuerdas el aspecto que tenían la casa
y el barrio, su olor, que tu cama estuvo a lado de la de Branford durante
lo que te pareció una eternidad (diecisiete años) y oyes
el eco de una canción en particular que tocabas o escuchabas regularmente,
con la que recorres todas las estancias.
En la carretera, ese tipo de cosas pasa cada día.
En la carretera, puede ocurrir algo increíble en
cualquier momento, algo que puede reafirmar o alterar tu concepto de ti
mismo y de lo que quieres en esta vida.
Tampoco negaré que a veces es un auténtico
peñazo la rutina de cada día: avión, autocar,
hotel, registro, llamadas, entrevistas, discusiones. Inevitablemente acabas
cansándote y clamando al cielo: ''¡Señor, ten piedad
de mííí!''
Pero, cuando sales de la ducha e intentas, igual que cada
noche, que no se te queme el traje con -¡sorpresa!- otra plancha
defectuosa de hotel, empiezas a cambiar. Es una sensación que se
parece a los cambios en el tiempo con cada estación del año,
pero aquí se trata de un cambio puertas adentro. En cierto modo,
te marca, como la primera zurra que recibiste de niño, el primer
día de escuela o el primer beso.
Luego, cuando el traje está tan planchado y repasado
que parece recién comprado, te das cuenta de que esta noche es la
única que vas a tocar para determinado grupo de gente. Así
que, en cierto modo, cada concierto tiene algo de rito de iniciación,
de ceremonia única. Es justamante eso lo que hace que la intensidad
emocional sea la misma en Lewisburg, en el Carnegie Hall de Virginia Oeste,
que en el Carnegie Hall de Nueva York.
Pasas en el coche ante el local y ves entrar a la gente,
a los que van a la última, a los que no y a quienes lo darían
todo por conseguirlo. Ves a parejas elegantes, jóvenes y viejas,
los finos, los refinados y los toscos, directores de banda con sus alumnos,
gente llamada Gene, Mary, Alphonse o Ralph, incluso Nathan. Y te das cuenta
de que tienes la oportunidad de dar una alegría a esa gente, de
hacerlos reflexionar, de liberar su pena o de añadir una pincelada
hermosa en sus vidas.
Eso me encanta.
[...]
La música es balsámica porque es emoción
y los buenos sentimientos tienen poder de curación. Se parece a
cuando afinas una nota y esa nota acaba en una melodía. Maldita
sea, ¿por qué los demás suenan siempre mejor? La música
entra en tu cuerpo. No podría ni contar toda la gente a la que ha
curado la música de Louis Armstrong, o de Bach, de Beethoven, de
Coltrane. Y no estoy hablando de hacerles sentir mejor, sino de curarlos.