Carlos Martínez García
Por el Estado laico
Los tiempos que corren en nuestro país son de disputa por el perfil de la nación. El conservadurismo asentado en Los Pinos, apoyado por los herederos culturales de quienes en el siglo XIX consideraron la gesta juarista como una afrenta y una herejía a revertir en cuanto les fuera posible, está reavivando un debate que parecía saldado en el contrato social surgido primero con las Leyes de Reforma y, después, con la Constitución de 1917.
Con el fin de externar su preocupación por el rumbo que le quiere dar el foxismo a las instituciones del Estado mexicano, un grupo plural de intelectuales, políticos y artistas lanzó a la opinión pública un manifiesto llamado En defensa del Estado laico. Consideran que está amenazada la laicidad fruto del liberalismo triunfante. La amenaza proviene de la derecha, conformada por "grupos (que) quisieran revertir las garantías de los artículos 3, 24 y 130 constitucionales que, haciendo referencia al 'principio histórico de la separación del Estado y las iglesias', disponen que las educación que imparta el Estado 'será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa' y que 'todo hombre es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade'". Los firmantes, entre quienes se encuentran Carlos Monsiváis (but of course); José Luis Soberanes, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos; el periodista y novelista Vicente Leñero, la politóloga Soledad Loaeza, Cuauhtémoc Cárdenas y otros personajes, afirman, y me parece que con sobrada razón, que el laicismo ha sido la garantía para el surgimiento, afirmación y prevalencia de la diversidad ideológica, religiosa y social.
En sentido contrario a los discursos que hizo Vicente Fox en campaña, al igual que como Presidente de la República, están los hechos que apuntan hacia una de sus obsesiones: la de anular, o por lo menos disminuir, la diversidad que él percibe contraria a su proyecto de allanarle el camino a una visión particular de lo que debe ser la sociedad. Uno de esos momentos uniformizadores tuvo lugar cuando Fox declaró que la canonización de Juan Diego, y la consecuente visita de Juan Pablo II para el acto, tenía de plácemes a todos los mexicanos. Y cómo no recordar su postración ante Karol Wojtyla y el consecuente beso al anillo papal. Ya casi es noticia cuando el Presidente y su esposa dejan de rezar en público en algún acto político; sus publicitadas asistencias a misa no son tanto el ejercicio de un derecho personal, sino que parecen más parte de una estrategia política para debilitar el laicismo del Estado mexicano. Todo lo anterior, y más que los lectores acuciosos seguramente recuerdan, apunta más allá de lo anecdótico y circunstancial, ya que embona con intentonas que atacan el equilibrio social y religioso crecido al amparo del laicismo. Por ejemplo, ha trascendido el proyecto del gobierno foxista de emitir un reglamento de asociaciones religiosas y culto público, que expresaría de manera práctica los principios contenidos en la ley respectiva promulgada hace 11 años. El reglamento contradice a la ley, y está redactado de tal forma que favorecería a la Iglesia mayoritaria y tradicional. Además, mediante una herramienta administrativa, evitándose así el proceso legislativo -que de acuerdo con las tendencias y composición del Congreso le sería contrario-, el gobierno busca poner las bases para una reversión práctica del laicismo mexicano.
Mientras las huestes que reclaman derechos religiosos supuestamente conculcados por el cuerpo de leyes que nos constituyeron como una nación independiente consideran al Estado laico un enemigo, quienes signaron el documento que estamos comentando aclaran: "Reiteramos que el laicismo no se opone a las religiones: sólo impide que el Estado favorezca a una sola de ellas". Aquí está uno de los puntos nodales. Lo que Vicente Fox, su cónyuge (que por cierto lo es gracias a las leyes laicas, porque de acuerdo con el derecho eclesiástico católico no puede serlo) y quienes entusiastamente apoyan la reducción de la laicidad estatal no es el ensanchamiento de libertades para todas las confesiones, sino el privilegiar a una de ellas que coincidentemente es en la que milita el matrimonio de Vicente y Marta. El laicismo no es el ogro comecuras que nos presenta el mochismo actual, ha sido y es garante de libertades en una sociedad que se pluraliza en cosmovisiones y concepciones de la vida.
En la andanada desatada desde Los Pinos contra la educación laica está la Guía de padres, que con tanta enjundia y sentido misionero prohijó y promueve Marta Sahagún. Esta triada de libros tiene más de intencionalidad política que de preocupación pedagógica. La mexicana es una sociedad diversificada y lo que menos necesita son recetas simplificadoras, que se usan como escalón futurista para el relevo en la silla presidencial. Termino con una de las consignas contenidas en el manifiesto: por un Estado laico sin concesiones que actúe con estricto apego a la Constitución.